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Domingo 28 de enero

Por Alex Vigueras Cherres ss.cc.

Dt 18,15-20; 1 Co 7,32-35; Mc 1,21-28

Hablar con autoridad

  1. Punto de partida

No es lo mismo el poder que la autoridad. El poder se puede tener por un cargo, pero la autoridad la concede o no quien escucha. La autoridad se gana cuando los que escuchan creen, confían, se sienten tocados por quien pronuncia una palabra. Se puede tener mucho poder y nada de autoridad. Y se puede tener mucha autoridad sin un cargo de poder.

Pongamos atención a lo que pasó en la visita del Papa a Chile, cuando visitó la cárcel de mujeres. Janet, una de las reclusas, dirigió unas palabras al Papa. Probablemente era la que tenía menos poder, si pensamos que allí estaba la presidenta, el arzobispo y hasta el mismo Papa. Sin embargo, en ese momento ella estuvo revestida de una enorme autoridad, dada tal vez por la historia de su dolor, la sinceridad de sus palabras, la humildad para pedir perdón, el hablar en nombre de sus compañeras. Y por eso lo que dijo nos conmovió tanto. Al punto que ya se están viendo maneras de cumplir lo que ella solicitó a nombre de todas las reclusas: la modificación de la ley que regula el tiempo que pueden tener a sus hijos con ellas, cuando han dado a luz en la cárcel.

  1. Jesús habla con autoridad

En el texto de Marcos 1, 21-28, la gente se admira porque Jesús habla con autoridad. Él está hablando en la sinagoga, lugar en que normalmente enseñaban los escribas y maestros de la Ley. Por eso la gente compara sus palabras con las de los escribas. ¿Qué habrán percibido en sus palabras para admirarse así? Probablemente la palabra de Jesús tenía la frescura de lo nuevo, una palabra que tenía que ver con la vida concreta de la gente, una palabra de esperanza, una palabra atravesada por el amor. Y eso marcó una enorme diferencia con los escribas, probablemente más centrados en enseñar mandamientos, en repetir lo conocido, en amenazar con el castigo.

Así como el profeta que pide Moisés para su pueblo (primera lectura), cuya misión es hablar en nombre del Dios verdadero y no en nombre de otros dioses, así también Jesús habla con autoridad porque su palabra es de Dios. Porque él quiere mostrarnos el verdadero rostro de Dios. Pero, que alguien diga que habla en nombre de Dios, no basta. Eso lo dicen también los falsos profetas. La fuerza de Dios se manifiesta en la palabra de Jesús como fuerza eficaz, poderosa, que es capaz de sanar y liberar al hombre endemoniado.

No es que la palabra que proclamó Jesús en la sinagoga haya estado revestida de efectos especiales que permitían reconocer su origen divino. La autoridad de esa palabra en cuanto divina se reconoce por la resonancia con la vida de la gente, por la verdad que en ella se transparenta o, mejor, se intuye; porque es una experiencia que los deja perplejos y lleva a la pregunta “¿qué es esto?”. Lo de Dios fascina, seduce, pero también se nos escapa en su sentido pleno, no se agota y, tal vez, por eso mismo seduce más.

En Jesús se manifiesta un poder revestido de autoridad. Un poder transformante, que es capaz de cambiar la vida de un hombre y es capaz, también de cambiar la historia por el hecho de ser más poderoso que el mal. En el relato de Marcos -y en todos los episodios de exorcismos que encontramos en los evangelios- no hay lucha de Jesús con el mal. Ante la palabra de Jesús, el mal cede, abandona, libera.

  1. Nuestra propia palabra revestida de autoridad

Por el bautismo, hemos recibido el don del Espíritu Santo; lo cual hace posible que nuestra palabra esté revestida de la misma autoridad de Jesús. En la medida que estemos más unidos a Jesús por el Espíritu, en la medida en que vivamos la coherencia entre actos y palabras; cuanto más confiados vivamos en el poder amoroso de Dios, nuestra palabra será más eficaz: hará que se produzca aquello que dice.

La palabra inconsecuente no sirve, la palabra dicha para agradar tampoco. La palabra políticamente correcta no sirve, la palabra superflua tampoco. Lo mismo la palabra que busca el aplauso o la palabra acomodaticia.

Por la fuerza del Espíritu podemos decirle al tirano “cállate”, al opresor “basta”, al que quiere quitarnos la vida “no tengo miedo”. Con nuestra palabra revestida de autoridad podemos decir al cansado “levántate”, al marginado “acércate”, al demonio que alardea y oprime “cállate y sal”. Y se manifestará en nosotros la fuerza del Dios que hace nuevas todas las cosas.