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Amar las adversidades

Por Pablo Fontaine ss.cc.

Carlo María Martini, Cardenal Arzobispo de Milán, gran conocedor de la escritura y de los padres de la iglesia, eligió el siguiente lema para su escudo episcopal “Pro veritate adversa diligere”, esto es, “amar lo adverso por causa de la verdad”.

Son palabras tomadas de un escrito de San Gregorio Magno, Papa del siglo sexto, dotado de una particular finura espiritual y lucidez para discernir los caminos de la vida pastoral.

Y precisamente entre diversos problemas que pueden presentarse en la vida del pastor, él se refiere al riesgo de asumir con ligereza responsabilidades que afectan a la vida de otros, sin prestar atención a las propias incapacidades o a la probabilidad de dejarse llevar por algún grado de orgullo.

Alguien por ejemplo, acepta gozoso el episcopado sin tener capacidad para el cargo ni advertir la cuota de vanidad que ha acompañado este paso. Para tomar el lema, Martini se inspiró en un trozo del Papa Gregorio en qué este comenta la decisión de Jesús de negarse a ser constituido rey y en cambio haber asumido la humillación de la cruz: “No quiso que lo hicieran rey, en cambio fue voluntariamente al patíbulo de la cruz, rehuyó la gloria de la dignidad que se le brindaba y deseó los dolores de la oprobiosa muerte, con el fin de que sus miembros aprendieran a rehusar los favores del mundo, a no temer sus amenazas, a amar, por causa de la verdad, las adversidades y a declinar, temerosos, la prosperidad, -pro veritate adversa diligere et prospera formidando declinare-” (Regla Pastoral).

Ha de quedar claro que esta “preferencia” por lo adverso no es un absoluto ni una particular clase de masoquismo. Si así fuera no habría cómo encontrar personas de valor espiritual para los cargos de responsabilidad. El consejo de Gregorio Magno es, entre varios, uno de los datos que ha de entrar en el camino del discernimiento. El mismo Papa presenta esta cautela como una posibilidad que proviene de la experiencia. Así advierte que muchas veces la prosperidad mancilla el corazón con la soberbia, en cambio la adversidad purifica con el dolor.

Llega a decir que “ordinariamente con lo que enseña la adversidad, se somete a disciplina el corazón, el cual, cuando se eleva a las alturas del mando, enseguida, con la costumbre de la gloria, degenera en soberbio”.

Podemos observar cómo lo adverso a menudo enseña, nos trae una verdad, nos pone en nuestra verdad. Es el caso, bastante frecuente de una enfermedad u otro mal que nos hace mirar la vida de una nueva manera o nos lleva a interrogar a Jesús del Evangelio cómo debemos actuar. Incluso nuestros pecados nos conducen a la humildad y a la conversión.

Parece un extremo esto de amar la adversidad. Sí, tiene algo del extremismo evangélico. Pero se trata de programarse interiormente para lo que conduce más a la humillación que al halago, más a la pobreza que a la riqueza, al dolor que al placer. Y si en vez de la situación negativa que tememos encontramos, sin buscarlo ni exigirlo, lo grato, recibirlo con gratitud y alegría.

Me refiero sobre todo al caso de funciones que afectan fuertemente a la vida de personas a quienes debemos de algún modo acompañar o a cargos que dan una cierta apariencia de grandeza. Como son, por ejemplo, algunas funciones políticas y eclesiásticas.

Pero esta reflexión vale para todo lo que nos ensalza. También para aquello que simplemente nos agrada. A veces nos cuesta reconocer lo que de verdad nos hace felices, reconocer que a menudo es más sensato aprontarse para lo adverso: como realizar determinada tarea odiosa, encontrarse con alguien cuyo carácter es difícil o aceptar una situación dolorosa.

Digo: estar preparado para ello, no buscarlo. Prepararse para recibir lo adverso como una visita de Jesús, como una ocasión más de acoger la Voluntad de Dios. A ello alude Madeleine Debrel cuando nos recuerda que desearíamos mostrarle amor a Dios si nos pidiera una vez en la vida un favor, pero olvidamos las mil ocasiones que se nos presentan cada día para hacer su Voluntad.

Disponernos para lo adverso nos libera interiormente y nos entrena en el seguimiento de Jesús.