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Bautismo del Señor

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Is 42,1-4.6-7; Hch 10,34-38; Mt 3,13-17

No resulta fácil comprender que Jesús se haya hecho bautizar por Juan Bautista con un «bautismo para la conversión». Tan difícil es este hecho, que en el Evangelio de Juan se tomó la opción de omitirlo del todo.

Sin embargo, hay en este episodio algunas cosas ciertas y claras. En primer lugar, este hecho constituye un hito decisivo en la existencia de Jesús, que la divide en dos: antes, vida de trabajo artesanal en Nazaret, sin nada que la distinguiera de la de su círculo social; después, un ministerio de predicación religiosa que le costará la vida.

En seguida hay que señalar que lo que le acontece a Jesús después de salir del agua presenta los rasgos característicos de una «investidura profética», como hay tantas en el A.T., que incluye la irrupción de la «fuerza divina» (el Espíritu de Dios) y la proclamación por parte de Dios de la especial relación (filial) de él con Jesús y de Jesús con él.

Finalmente, es obvio que el ministerio que iba a desempeñar Jesús contrastaría visiblemente con el de Juan Bautista: tanto, que este, ya preso, le hará preguntar si él era de veras el «más grande que él», como el mismo lo había definido, o «si había que esperar a otro» (Mt 11,2-6). Y es que el Bautista había anunciado la inminencia del Juicio terrible de Dios, mientras que Jesús enfatizaba – como «buena noticia» = «Evangelio» – la proximidad del reinado de un Dios que ofrecía ante todo salvación y perdón. Y a este contenido diferente de sus mensajes se le añade la diferencia de «estilo de vida» entre ambos. Jesús no mora en el desierto, sino en los lugares donde la gente vive; y Jesús no es un asceta austero, sino que lleva una vida normal que incluía hasta el «comer y beber» con toda clase de gente (Lc 7,33-34).

Ustedes ven entonces que no es fácil comprender por qué Jesús se sometió al «bautismo de penitencia» que administraba el Bautista. Creo imposible llegar a una respuesta clara y cierta.

Me parece lo más probable, que Jesús le dio a la acción de dejarse bautizar un valor simbólico muy concreto: el de «sumergirse en la muerte» para comenzar una vida nueva.

Hay un par de textos evangélicos que atestiguan el uso por Jesús de la imagen de un «bautismo» (=»inmersión») que se identifica con la muerte que iba a padecer («¿Sois capaces – les pregunta Jesús a sus discípulos llenos de ambiciones mundanas – de beber el cáliz que yo voy a beber o de ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?» Mc 10,38; «yo tengo un bautismo con que he de ser bautizado: ¡Y cuánta es mi angustia hasta que esto se cumpla!» Lc 12,50).

Así pues, al someterse al bautismo de Juan, Jesús estaba solidarizando con la humanidad pecadora y necesitada de una transformación existencial que introdujera a la persona en una vida nueva, dejando como «muerta» la existencia adámica. Esto adquirió su plena y realista dimensión en la muerte y resurrección de Jesús, misterio central de la fe cristiana

Lo que hemos dicho nos permite comprender el sentido profundo del bautismo cristiano. Este sacramento nos sumerge directamente en el misterio de abdicación y muerte del mismo Jesús como único camino para llegar a la Vida nueva. Oigamos lo que nos dice S. Pablo en su carta a los Romanos (6,3-6.8-11):

«¿Ignoran ustedes que cuantos fuimos sumergidos por el bautismo en Cristo Jesús, fue en su muerte donde fuimos sumergidos? Pues por medio del bautismo fuimos juntamente con él sepultados en su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva. Porque, si estamos injertados en él por una representación de su muerte, también lo estaremos en su resurrección. Comprendamos bien esto: que nuestro hombre viejo fue crucificado con Cristo, a fin de que fuera destruido el cuerpo del pecado, para que nunca más seamos esclavos del pecado… Por lo tanto, si hemos muerto con Cristo, tenemos fe de que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más: la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque la muerte que él murió fue una muerte al pecado de una vez para siempre, y la vida que él vive es una vida para Dios. Así también ustedes considérense, por una parte, muertos al pecado; y por otra, vivos para Dios en Cristo Jesús».