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Corazón de carne, corazón ardiente, corazón traspasado, corazón del mundo

Por Alex Vigueras ss.cc. - Superior Provincial

Estas cuatro imágenes del corazón nos ayudan a entrar en el misterio del amor de Dios que se ha encarnado en Jesucristo.

Jesucristo tiene un corazón de carne porque es un ser humano capaz de amar. En efecto, Dios ha decidido hacerse uno de nosotros y ha querido ser parte de nuestra historia. Por eso se ha encarnado en Jesús. El hecho de que Jesús tenga un corazón quiere decir que es humano como nosotros. Nada de lo humano le es ajeno. Él es el rostro humano de Dios. Además, el corazón de carne se contrapone al corazón de piedra. Mientras este es el corazón encerrado y egoísta, el corazón de carne es capaz de amar. Y eso, porque todo ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Esta insistencia en que Jesús tiene un corazón humano es lo que llevó en cierta época a representar el corazón de Cristo con sus detalles anatómicos de aurículas, ventrículos, venas y arterias.

El corazón de Jesucristo es un corazón ardiente. En efecto en él se nos revela la sobreabundancia del amor de Dios. No se trata aquí de un amor mezquino, medido, sino de un amor sobreabundante. Y, una característica esencial de esta sobreabundancia es el hecho de que es un amor gratuito. En Jesús aparece claramente que el amor de Dios por nosotros no es ni retributivo ni proporcional. Es decir, no depende de nuestros méritos, de si nos hemos portado bien o mal. Dios nos ama porque quiere, con un amor que no queda condicionado por nuestra conducta. En esa gratuidad está lo esencial del amor de Dios que se ha manifestado en Jesús. Más todavía, Jesús nos revela que él nos ha amado, así como el Padre lo ama a él. En su corazón se manifiesta el amor inconmensurable de Dios. Una primera consecuencia de esa gratuidad del amor manifestado en Jesús es la predilección por los últimos: los pobres, las viudas, los huérfanos, los que sufren. Podríamos decir, los más necesitados de amor. Aquellos que en su tiempo eran considerados los enemigos de Dios, los rechazados por Dios, son ahora los predilectos. Una segunda consecuencia es la invitación a amar a los enemigos. Así cambia las cosas un amor cuando es gratuito. Es por eso que el corazón de Cristo es representado como un corazón ardiente. Él no solo ama… su corazón arde de amor.

El corazón de Jesucristo es un corazón traspasado porque, como nos dijo santa Margarita María Alacoque, “el Amor no es amado”. Este amor gratuito de Jesús no es comprendido, provoca un rechazo que lleva a Jesús al extremo de ser asesinado en la cruz. La gente de su tiempo no fue capaz de tolerar tanta gratuidad. Gratuidad que, para los enemigos de Jesús, no tomaba en cuenta sus méritos delante de Dios, por el hecho de cumplir fielmente la ley mosaica. Es lo que le pasa a los fariseos que no entienden que Jesús comparta la mesa con los publicanos y pecadores. La gratuidad del amor de Jesús da vuelta las cosas, subvierte las categorías religiosas de su tiempo. Él no ha venido a juzgar, sino a salvar. Él pone la misericordia por encima de los sacrificios. Él no tolera que la ley del sábado aplaste e ignore la dignidad humana. Ahora bien, el corazón traspasado de Cristo nos pone, también, delante de una cualidad esencial de su amor: amar es dar la vida, entregarse. Ante la amenaza de muerte, Jesús no retrocede en vistas de salvarse a sí mismo (aunque vive esta disyuntiva de un modo radical en Getsemaní); él sigue adelante, asumiendo las consecuencias. Y este amor es propuesto como la plenitud de la ley: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 13,34). El corazón traspasado es, al mismo tiempo, el corazón abierto en el cual podemos entrar, encontrar refugio y descanso. Es el espacio de la intimidad, de silencio, de interioridad con Jesús. Es el lugar al cual invita a todos los cansados y agobiados de nuestro tiempo, pues allí encontraremos descanso.

El corazón de Jesucristo es el corazón del mundo. En efecto, Jesús ha venido a salvar no a unos pocos, sino a todo el mundo. Esta salvación tiene que ver con la vida en abundancia, con la vida plena, íntegra. Esa meta no estará nunca lograda mientras esa vida plena no sea para todos. A esa plenitud la llamamos “Reino de Dios”, cuya realización es siempre escatológica, futura; pero que ya es una realidad presente en la historia como semilla de mostaza. El amor de Dios manifestado en Jesucristo aparece como sentido del mundo, como aquello que lo sostiene y lo mueve. El corazón de Cristo atrae a toda la creación hacia su consumación en “los cielos y la tierra nueva”, esa realidad transformada que anuncia el Apocalipsis: “[Dios] pondrá su morada en ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios-con-ellos, será su Dios. Y secará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21,3-4).