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Tercer domingo de Cuaresma

Por Matías Valenzuela D. ss.cc.

Ex 20,1-17; 1 Co 1,22-25; Jn 2,13-25

Jesús no deja de interpelarnos y a la vez nos sentimos profundamente admirados y atraídos por él. No por nada el camino de la Cuaresma es un camino que estamos llamados a recorrer con él hacia la Pascua, debiendo ser un camino en que se profundice nuestra unión con él. Jesús es el centro de nuestra fe y por ello está bien que jamás nos deje indiferentes sino que sea para nosotros firme fundamento y a la vez permanente contradicción, porque de lo contrario tendríamos la tentación de creer que ya hemos alcanzado la meta y estamos realizados y la verdad es que jamás es así.

Hoy vemos a Jesús profundamente irritado, enojado, lo cual a muchos nos hace bien porque lo muestra en una faceta poco habitual y que lo hace muy humano. Es casi una paradoja porque finalmente Jesús será identificado con el Cordero Pascual que es llevado al matadero sin oponer resistencia permitiendo que cargaran sobre él con toda clase de violencia. Y él mismo nos ha dicho que es de corazón manso y humilde y que aprendamos de él. Pero aquí aparece con todo su ímpetu, su vehemencia haciendo un látigo y expulsando a los cambistas y a los mercaderes que se habían colocado en la explanada del Templo de Jerusalén y les dice que han hecho de la casa de su Padre una casa de comercio, una cueva de ladrones. La rabia de Jesús es lo que hoy llamaríamos una indignación ética que es justa, necesaria y proviene del querer de Dios. El amor de Dios que es grande y misericordioso también incluye la ira de Dios porque Él es un Dios celoso y no es indiferente a nuestra acción en el mundo y al modo como pervertimos su Creación. Las mayores rabias de Jesús se manifiestan en los evangelios a causa de la hipocresía y la dureza de corazón, cada vez que se antepone un precepto o el cumplimiento rígido de una norma por sobre el bien de una persona en especial de un excluido. Aquí la ira de Jesús se produce porque la religión es decir la relación con Dios su Padre la están utilizando para su propio interés. El templo y sus ofrendas se han transformado en una máquina al servicio del poder y de la riqueza de los agentes del culto.

No se trata simplemente de que para Jesús el espacio litúrgico deba estar separado del mercado como si en el cristianismo estuviera separado lo sagrado y lo profano, porque al contrario Jesús hace ver la presencia de Dios en todo también en la mujer que busca una moneda perdida o en la casa de un cobrador de impuestos arrepentido, o en los lirios del campo y en las aves del cielo. Todo incluso lo más doméstico puede ser epifanía del Padre Dios. Lo que aquí denuncia Jesús es que los que detentan el poder religioso lo están haciendo para beneficio propio y no para Gloria de Dios y para la salvación de todas las personas y de toda la Creación. Han hecho del lugar de encuentro donde se expresa el arrepentimiento y se cantan himnos de alabanza un lugar de abuso y de corrupción.

Esta denuncia de Jesús nos llega hasta hoy y nos llega a todos pero de manera especial a los que detentamos un poder vinculado a lo religioso y muy en particular a nuestra Iglesia que está llamada a dejarse purificar por la ira de su Señor. Un Mesías crucificado, necedad para los gentiles y escándalo para los judíos, pero sabiduría y fuerza de Dios. El nos interpela desde la Cruz desde el cadalso donde cargó sobre si con el pecado del mundo, de nuestro mundo, del mundo que nosotros hemos construido y destruido con nuestras manos. Desde ahí nos interpela aunque ya no con ira sino muchas veces con pena.

Que este tiempo nos ayude de verdad a reconocer la grandeza de Dios, del Dios del amor hasta el extremo, de Dios que nos ha creado y a través de su hijo nos ha redimido. De Dios que es el principio y fin de nuestra vida, en quien estamos llamados a depositar nuestra vida con infinita confianza, incluso en los momentos en que abracemos la Cruz. Que sea un tiempo para honrar el nombre de Dios, para guardar el día del Señor, con ayuno y oración, y para expresar nuestra solidaridad con toda criatura en especial los más pequeños, con nuestra mirada y nuestra acción de infinito respeto.