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Domingo 10 de enero. Bautismo del Señor

Por Sergio Silva Gatica ss.cc.

Is 40,1-11; Tit 2,11-14; Lc 3,15-22

Este domingo celebramos la fiesta del Bautismo del Señor. Con ella se cierra el ciclo de Navidad. Jesús acude a Juan Bautista para ser bautizado por él. Es uno más de los muchos israelitas que han reconocido en el llamado de Juan una voz de Dios. La esperanza de Israel –que Dios, por fin, reine en nuestro mundo– está a punto de cumplirse. Por eso quieren prepararse convenientemente para participar en el acontecimiento decisivo de la historia de su pueblo.

Pero hay una diferencia entre Jesús y los demás israelitas que se bautizan. Una vez bautizado, Jesús tiene una experiencia personal muy intensa de su relación con Dios. En el relato de Lucas, Jesús escucha que Dios le dice: “Tú eres mi hijo”. Nosotros, hoy, por una catequesis de siglos que ha enfatizado la divinidad de Jesús, tendemos a pensar que “hijo” refiere en este caso a la naturaleza divina que comparte con el Padre. Pero esa catequesis corre el riesgo de hacernos olvidar que la mentalidad bíblica (y la de Jesús) no está centrada en la naturaleza de Dios sino en su acción histórica; y, para la Biblia, la acción de Dios en la historia siempre está mediada por enviados humanos, como Moisés, David, los profetas, Juan Bautista y tantos otros. En esta perspectiva de la acción en la historia, un “hijo” de Dios es el título de estos mediadores, sobre todo del mediador por excelencia que aguarda el pueblo, el Mesías.

Sobre este telón de fondo, la palabra que Jesús escucha de Dios es como el “vamos” que lo impulsa a iniciar su ministerio público, a desarrollar la tarea que el Padre le ha encomendado. Esto se ve confirmado por el hecho de que baja sobre él el Espíritu “Santo”, es decir, el Espíritu de Dios, que lo capacita para desempeñar esta misión.

En el relato de Lucas, la palabra del Padre a Jesús añade: «tú eres mi hijo amado, en ti me complazco”. Hay aquí una reminiscencia del texto del Segundo Isaías que hemos escuchado en la primera lectura. Se trata de la palabra con la que empieza lo que los biblistas suelen llamar el primer canto del Servidor (o siervo) de Yavé. En ella, al encomendarle su misión, Dios se dirige al pueblo para presentarle al servidor y explicar cuál es su misión: “Este es mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones” (Is 42,1). Resuena también en la palabra del Padre a Jesús un versículo del salmo 2, que es un salmo para la entronización del rey; un versículo en el que el rey recuerda lo que Dios le ha dicho al consagrarlo como rey de su pueblo. Dice el rey: “Haré público el decreto del Señor; Él me ha dicho. ‘Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado’” (Sal 2,7).

El tiempo de Navidad nos ha invitado a celebrar llenos de gozo la encarnación del hijo en Jesús de Nazaret. La fiesta del Bautismo del Señor funciona como una bisagra entre el nacimiento y el ministerio público, en el que Jesús va llevando a cabo la tarea para la cual el hijo se ha encarnado. A partir de ahora, el tiempo ordinario irá recorriendo, de la mano de Lucas, los acontecimientos principales de ese ministerio. En el discurso de Pedro que hemos escuchado en la segunda lectura, la acción de Jesús es sintetizada hermosamente en dos afirmaciones: Dios lo ungió con la fuerza del Espíritu Santo, y por ello pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo.

En la eucaristía, junto con escuchar la palabra de Dios, recibimos a Jesús en el sacramento que hace presente su entrega radical: su cuerpo, que se entrega por nosotros, y su sangre que se derrama por nosotros y por toda la humanidad. Al comulgar, recibimos algo análogo a esa unción del Espíritu que recibió él y nos comprometemos a tratar de seguir sus huellas, haciendo un esfuerzo cada día por hacer el bien y por luchar con nuestros hermanos para liberarnos de nlas diversas opresiones que los y nos aquejan.