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Domingo 15 de enero

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Is 49,3.5-6; 1ª Co 1,1.3; Jn 1,29-34

  1. En la 2ª Lectura encontramos una definición – o más bien descripción – de lo que somos los cristianos: Somos los que: en Cristo Jesús, hemos quedado consagrados a Dios, e integrados en su pueblo Santo y universal. ¿Nos reconocemos en estos elementos?
  2. Es así como se cumple la misión asignada al «Servidor de Dios» en la 1ª Lectura: llevar la salvación de Dios hasta las partes más lejanas de la tierra, siendo luz de las naciones. Esa «salvación de Dios» consiste en la posibilidad ofrecida por él a todos los hombres de entrar en comunión con él y de quedar así «consagrados a él». La salvación no consiste más que en aceptar que Dios tome posesión total de nuestra existencia, aceptando convertirnos en propiedad suya, acogiendo su voluntad como la norma inspiradora de todo nuestro actuar y de todas nuestras actitudes.
  3. En el Evangelio se nos dice qué hace Jesús para que esa salvación de Dios llegue a nosotros. Se le atribuyen dos cosas:

– bautizar con Espíritu Santo

– quitar el pecado del mundo

Jesús nos envía su Espíritu que nos purifica interiormente y nos hace capaces de acoger al Dios que se nos entrega para que entremos en comunión con él.

Y es esto lo que elimina en nosotros el pecado del mundo, que está en el fondo de todos nuestros pecados, lo que hace que nuestros pecados sean pecado: la pretensión de ser nosotros dueños absolutos de nuestra vida, la actitud de no reconocer que solo en él y en su voluntad está la definición de lo que es bueno o malo para nuestra existencia; es el pecado del viejo «Adán» que pretende alcanzar al margen de Dios y de su voluntad el conocimiento del bien y del mal.

Y esta doble acción la lleva a cabo Jesús en cuanto Cordero de Dios: es decir, por su plena disponibilidad a la voluntad de Dios, haciéndose obediente como el cordero que se deja llevar al sacrificio, aceptando hacerse «servidor» (1ª Lectura) en contraposición a ese «Adán» que sigue viviendo en cada uno de nosotros.

Vemos, pues, que todo se reduce a lo que San Pablo llama «quedar consagrados a Dios», lo que en última instancia consiste en dejar que Dios sea Dios en nuestra vida.