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Domingo 17 de julio de 2016

Por Matías Valenzuela Damilano ss.cc.

Gen 18,1-10ª; Col 1,24-28; Lc 10,36-42

Dios es nuestro huésped.

¿Lo sabes? ¿Lo percibes? ¿Lo buscas? ¿Lo acoges?

Se hospeda en lo hondo de nuestro corazón. Te dice, nos dice, tu corazón es mi morada, tu corazón es mi casa, tu corazón es mi habitación.

¿Lo crees? ¿Lo reconoces? ¿Lo vives?

Llega a nosotros a través del rostro de nuestros hermanos. Desde los más cercanos a los más lejanos.

¿Le abres las puertas? ¿Lo recibes en tu mesa? ¿Preparas alimentos para el que toca tu puerta?

La visita de los tres ángeles a Abraham en el encinar de Mambré nos muestra a Dios que se hace peregrino en medio de la vida y de la historia, saliéndonos al paso y a la vez viniendo a nuestra morada. Es un Dios caminante, con sandalias y bastones, que se deja acoger por este hombre creyente, que ha confiado en las promesas que Dios le ha hecho y ha salido de su tierra y de su casa paterna para ir hacia una tierra nueva que el Señor le mostrará, donde se multiplicará su descendencia como las arenas de las playas del mar y las estrellas del firmamento. Abraham cree en esto y parte, sin saber cómo se cumplirán estas promesas y es en ese camino de búsqueda y encuentro que Dios le sale al paso y él lo recibe y le pide que no pase de largo, sino que le haga el honor de quedarse y compartir su mesa. Es justamente ahí que Abraham recibe la noticia de que su esposa será madre a la vuelta de un año. Ella será madre de Isaac, que la vez será padre de Jacob, todos ellos patriarcas del pueblo judío y antepasados de Jesús. Era necesario que alguien acogiera al Señor y le permitiera hacer efectivas sus promesas, pero esto requería mucho desprendimiento, mucha confianza y una gran capacidad de amar.

Es esta misma hospitalidad la que recibe Jesús de parte de estas dos hermanas, Marta y María, que se hacen grandes amigas de Jesús y que lo acogen en su casa muchas veces y junto a su hermano Lázaro protagonizan uno de los grandes acontecimientos del evangelio, que va a determinar la decisión de asesinar a Jesús, porque ya muchos estaban creyendo en él y que con él se hacía verdaderamente presente el Reino de Dios. Pero nuevamente, para que todo aconteciera, incluso para que Lázaro fuera retornado a la vida por parte de Jesús, era necesario que estas mujeres, hermanas y amigas, recibieran a Jesús en su casa y confiaran en él. Es lo que se necesita para forjar la amistad y para poder hacer camino con otros. En este sentido el Señor siempre apela a nuestra libertad. El vínculo que Jesús y que Dios mismo establece con nosotros siempre es desde la libertad y se va fortaleciendo al modo de la amistad, donde uno y otro actúan desde lo que son. Eso lo hace genuino y noble, lo hace hermoso y atrayente, porque ni es por temor ni es mecánicamente, sino que es una relación que parte de la base de nuestra dignidad que el mismo Señor nos ha dado y a la vez parte de un amor que el mismo Señor nos ofrece gratuitamente y que espera sin prepotencia nuestra apertura.

En una sociedad como la nuestra estas palabras del evangelio nos interpelan a tejer lazos de confianza que nos permitan vernos como personas de igual dignidad y compartir lo que somos, nuestra hospitalidad, nuestros dones, nuestra vida. Es necesario sentar las bases de una sociedad más libre de prejuicios y de temores, más libre de violencias y de inequidades, que impiden mirarnos con cariño, fraternalmente y, finalmente, como conciudadanos. Pero todo ello probablemente debe partir desde adentro, desde un cambio del corazón y de la mente.

Dios quiere ser nuestro huésped.

Muchas veces llega a través del rostro de nuestros hermanos.

¿Quieres invitarlo a sentarse a tu mesa? ¿Quieres escucharlo en el fondo de tu corazón?