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Domingo 20 de agosto

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Is 56,1.6-7; Rom 11,13-15.29-32; Mt 15,21-28

Nos cuesta tomar conciencia de la revolución que significó el que la religión se desvinculara de la tradición cultural de los pueblos. Todas las religiones antiguas eran religiones nacionales, cerradas a los “extranjeros”. Esto vale también del Judaísmo, que, sin embargo, profesaba la convicción de que “su Dios” era el único Dios verdadero, al que acabarían por reconocer como tal todos los pueblos de la tierra (1ª Lect.)
Compatibilizar el universalismo religioso con la “elección” peculiar de Israel como “pueblo de Dios, fue el problema teológico más grave que se presentó en los orígenes del cristianismo. Los cristianos de origen judío tendían a plantear que la adhesión al Dios de Israel implicaba para los no-judíos la adopción de las formas culturales en que, históricamente, Israel había encarnado el culto a su Dios. Los cristianos de origen no-judío, por su parte, tendían a minimizar la elección de Israel por parte de Dios y a considerarla como ya superada y sin vigencia.
Es, este, el problema que está subyacente en los textos del N.T. de hoy. Es muy importante comprender que la apertura al universalismo hubiera sido normal que se produjera en el Judaísmo como fruto de una maduración religiosa del pueblo judío. Y a esto, justamente, quiso Dios que consagrara Jesús todo su ministerio histórico. Sabemos que el intento de Jesús se frustró por el nacionalismo exacerbado y soberbio de los líderes del pueblo judío, que acabaron crucificando a Jesús. Fue así como la apertura universalista solo se produjo después de la resurrección del Crucificado. Pero esa apertura no implicaba negar la elección de Israel. Fue nada menos que San Pablo quien subrayó que había que reconocerla, aceptándola como expresión concreta de la soberana y gratuita libertad de Dios (ver Dt 7, 6 b-8) en una decisión irrevocable. Si esto era de rigor después de la ruptura del Judaísmo con Jesús (ver Rm 11, 13-29), ¡cuánto más no lo sería antes que consumara esa ruptura!
Así se explica que Jesús, antes de acceder a su petición en favor de su hija, le exigiera a la mujer cananea, como parte de su fe, admitir la prioridad de Israel. Es innegable que los términos a que recurre Jesús son duros e hirientes. Pero en ellos se prefigura la mayor prueba para la fe que se nos presenta en la vida, y que fue bien descrita por un gran cristiano: “La fe recibe un duro golpe cuando Dios se muestra de forma distinta de cómo él hace que se predique de él. Se predica el evangelio y la gracia, y él se manifiesta como enemigo. En tal caso es necesario un arte superior para seguir teniendo verdaderamente a Dios por quien es” (Lutero, comentando el texto de Mt 15,26).
Por otra parte, debemos preguntarnos si no hay en nosotros esa actitud estrecha y excluyente que se niega en absoluto a admitir que Dios sea accesible a personas o grupos que nos parecen descalificados según nuestros parámetros. Quisiéramos que Jesús se mostrara siempre misericordioso, ¡y no tenemos empacho en ser nosotros duros e inexorables, hasta el punto de decir que alguna gente “no tiene perdón de Dios”! ¡y ello, sin contar con que nuestros rechazos se basan casi siempre en prejuicios sobre realidades que conocemos de lejos o de oídas!
El domingo pasado hablamos de la “poca fe” de la “fe grande”. Hoy se nos dice que es constitutivo de una “fe grande” ver en la misericordia gratuita -frente a la cual no cabe esgrimir derechos- el eje de la actitud de Dios y la raíz de nuestra conducta humana.