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Domingo 22 de octubre

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Is 45,1.4-6; 1ªTes 1,1-5b; Mt 22,15-21

Para comprender bien la famosa frase de Jesús que cierra el episodio evangélico recién leído, es indispensable tomarle el peso al problema de conciencia que se les planteaba a los judíos, que se sabían miembros del pueblo de Dios, en la sujeción a un Emperador pagano que se hacía llamar «Señor y Dios nuestro». De hecho, un grupo importante, el de los «zelotes», propiciaba la insumisión, la resistencia activa e incluso la vía armada; este partido fue cobrando fuerza y el año 66 provocó la insurrección general contra Roma que terminó en el desastre total: toma de Jerusalén, destrucción del Templo, dispersión de los judíos. En el polo opuesto estaban los herodianos y saduceos, colaboracionistas declarados que por lo mismo ocupaban lugares de privilegio. Entre estos dos extremos se situaban los fariseos que en principio rechazaban el dominio romano por razones teológicas, pero que, opuestos a la violencia, se plegaban al orden establecido.

En este contexto, la pregunta de los fariseos a Jesús ponía el dedo en la llaga, pues el impuesto al Cesar era el gesto más significativo (y más odioso) de la sujeción al poder romano. Y por otra parte, la pregunta era capciosa para Jesús, pues si respondía «sí» se echaba encima a los zelotes que gozaban de gran popularidad, y si respondía «no» se echaba encima a los herodianos y saduceos que disponían del poder.

La respuesta de Jesús a los fariseos es que si ellos, por el hecho de usar el dinero romano con la inscripción correspondiente, reconocían «de facto» la autoridad política del Cesar tenían que aceptar también las responsabilidades y exigencias incluidas en el vínculo «súbditos – soberano»: tenían que «darle al César lo que es del César».

Pero con la segunda parte de su respuesta Jesús destaca que no es lo más esencial de la existencia lo que está en juego en cuestiones como la del impuesto al César: por legítimo y necesario que sea el hacerlo, todavía queda pendiente lo de veras decisivo: «darle a Dios lo que es de Dios».

Aquí vale la pena insistir en que se altera y se desvirtúa gravemente la respuesta de Jesús cuando se la cita invirtiendo el orden de los términos: «Dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César». Jesús no está haciendo una «distribución de roles» como cuando decimos: «Esto le corresponde al Ministerio de Hacienda, eso al de Economía, y aquello al Banco Central». Lo que afirma Jesús es que la relación con Dios permanece siempre como horizonte último que no queda eliminado por el debido cumplimiento de nuestros deberes cívicos. Jesús habría podido decirle igual a un hijo: «Dale a tu padre lo que es de tu padre, y a Dios lo que es de Dios»; y nos podría decir igual a nosotros: «Denle a su obispo lo que es de su obispo y a Dios lo que es de Dios», e incluso: «Denle a la Iglesia lo que es de la Iglesia y a Dios lo que es de Dios». Después de cumplirlo todo en el nivel humano y social y de «sumar» todos estos cumplimientos, sigue en pie el imperativo radical de «darle a Dios lo que es de Dios». Nada ni nadie puede pretender ocupar el lugar sagrado y trascendente de Dios, que tiene que ser objeto de una opción específica y explícita. No basta poder decir «No he matado ni he robado». Lo insustituible es «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas».

Esta adhesión radical al único Absoluto, el Dios de Jesucristo, se encarna en esa triple actitud destacada en las primeras líneas del más antiguo escrito cristiano, la 1ª Carta a los Tesalonicenses (escrita solo veinte años después de la muerte de Jesús) que escuchamos en la 2ª Lectura: la actitud de fe, de amor y de esperanza: fe activa que acoge lo que Dios ya ha hecho por nosotros en la muerte y resurrección de Jesús, esperanza constante que anhela lo que nos tiene preparado en el futuro, y amor esforzado que brota de reconocer como raíz de toda la acción de Dios (pasada, presente y futura) su amor que supera todas nuestras expectativas.