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Domingo 31 de julio de 2016

Por Nicolás Viel ss.cc.

“Jugarse la vida por lo eterno”

La primera lectura (Ecl 1, 2; 2,21-23) nos advierte del peligro de la vanidad. Una vida vanidosa es aquella que está constantemente mirándose a sí misma. La vanidad nos hace creer que el centro de nuestra vida somos nosotros mismos y que no hay otros. Y la advertencia es válida porque una vida encerrada en sí misma produce una existencia entristecida y plana (Cf. EG 8). La vida de cara a uno mismo requiere un esfuerzo grande, pero: “¿qué le reporta al hombre todo su esfuerzo y todo lo que busca afanosamente bajo el sol?”.

La vanidad no permite que descanse nuestro corazón y nos envuelve en una falsa idea de belleza, que no es más que una inagotable búsqueda de sí. La estética autorreferencial nos deja atrapados dentro de nosotros mismos. Es como si viviéramos dentro de un permanente selfie, el cual suele ser expresión del vacío interior y soledad que tiene la vida humana. La vanidad hace de la vida una pantalla y crea una falsa imagen, que muchas veces esconde una verdad herida y una profunda soledad.

Por su parte, la segunda lectura (Col 3, 1-5. 9-11) nos invita a buscar “los bienes del cielo”. En palabras nuestras se nos invita a buscar lo que permanece y dejar atrás lo que es fugaz. Para San Pablo, no podemos gastar nuestra vida en lo terrenal, y lo terrenal es; la lujuria, la avaricia y el mal deseo. Todo esto se desvanece rápidamente y debe quedar atrás ya que es parte del hombre viejo. Si buscamos lo que permanece damos paso al hombre nuevo que tiene su fundamento y esperanza en Cristo, y que gasta su vida en lo que eterno: el amor, la fraternidad, la justicia.

En el capítulo 12 del evangelio de Lucas se nos dice que muchas personas buscaban a Jesús, al punto que se pisaban unos a otros (Lc 12,1). Una lectura completa del capítulo nos muestra que eran muchos los motivos para buscar a Jesús; la censura, la explotación, el miedo, la falta de esperanza. Dentro de estos buscadores de Dios, el evangelio de este domingo (Lc 12, 13-21) nos muestra a hombre rico que va donde Jesús para resolver un problema de herencia familiar. De primera llama la atención que este personaje anónimo quiera resolver un asunto familiar por medio de Jesús, el cual no tiene problemas en rechazar todo requerimiento de su autoridad para un asunto profano, no porque una herencia en sí no sea importante, sino porque esto no entra dentro de los fines de su misión. Para Jesús la codicia es una insensatez, por este motivo, frente al requerimiento tiene una claridad absoluta: “Tengan cuidado con la codicia. ¡La acumulación de riquezas no asegura la vida”.

Para confirmar este principio narra posteriormente una parábola en la que un hombre acumulador de riquezas no llega finalmente a disfrutar de lo acumulado, producto de una muerte prematura. De este modo la palabra de Dios al rico ahonda aún más la anterior respuesta de Jesús: “Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios”.

Tengo la impresión que las tres lecturas nos advierten del peligro de una vida centrada en uno mismo, en la cual lo que manda es una excesiva preocupación por nuestra imagen (vanidad), la vivencia desenfrenada del placer (lujuria), la acumulación excesiva de bienes (codicia) y la incapacidad de compartir lo que tenemos (avaricia). En definitiva estas advertencias nos pueden llevar a preguntarnos: ¿Dónde está el centro de nuestra vida y de nuestras preocupaciones?

Para Jesús esta respuesta es muy clara: el centro de la vida cristiana es el Reino de Dios y su valor fundamental es la lucha por la vida. Y la experiencia del Reino no se lleva a cabo mediante la acumulación sino mediante la entrega y el compartir. Si en el verdadero centro de nuestras preocupaciones está la vida del otro, a nadie la faltará nada.

Estas lecturas nos pueden ayudar a despertar de ese gran sueño neoliberal en el que muchas veces desarrollamos individualmente nuestra vida. Un sistema que promueva desenfrenadamente la acumulación innecesaria, postergando la vida a un segundo lugar simplemente no es aceptable desde la perspectiva del evangelio. El Papa Francisco tiene palabras muy claras al respecto: “Los seres humanos y la naturaleza no deben estar al servicio del dinero” (…) “¿Reconocemos que este sistema ha impuesto la lógica de las ganancias a cualquier costo sin pensar en la exclusión social o la destrucción de la naturaleza? Si esto así, insisto, digámoslo sin miedo: queremos un cambio, un cambio real, un cambio de estructuras. Este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan los Pueblos” (Discurso a los movimientos populares, Bolivia, Julio-2015).

En una sociedad donde nada parece tener real consistencia, en una dinámica de consumo que destruye toda alteridad, en medio de dinámicas de conexión en las cuales solo nos miramos a nosotros mismos y en una cultura donde aparentemente la verdadera felicidad es el gozo de la vida individual, las lecturas de este domingo nos despiertan del peligro del individualismo. Y estas advertencias no quieren ser un moralismo sin sentido o un pesimismo sociológico, sino una invitación a la verdadera vida. Y la verdadera vida reconoce que lo fundamental está en la capacidad que tengamos de salir de nosotros mismos, para jugarnos la vida por lo que verdaderamente vale la pena. Muchas veces la verdadera belleza emerge en las cosas que no están dominadas por la necesidad ni la utilidad, en la austeridad y en poner en el centro la necesidad del otro. Se trata de gastar la vida en todo aquello que está más allá de nosotros mismos y que refiere a Dios y a los pobres, en todo aquello que es expresión sencilla y cotidiana de lo eterno.