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Domingo 4 de febrero

Por Beltrán Villegas M. ss.cc.

Jb 7,1-4.6-7; 1 Co 9,16-19.22-23; Mc 1,29-39

Continuamos en el evangelio de Marcos, con la descripción de lo que hizo Jesús en el primer día de su actividad «evangelizadora» en Cafarnaún. El relato consta de tres pequeñas escenas. Es importante comprender que las dos primeras (la curación de la suegra de Simón y la acción en favor de enfermos y «endemoniados») se ordenan a darle mayor fuerza a una acción desconcertante de Jesús que es el núcleo de este relato: y es que Jesús antes del alba abandona la casa en que se alojaba para ir a rezar solo en las afueras del pueblo, y cuando sus discípulos lo encuentran, le echan en cara que está defraudando a la muchedumbre que la tarde anterior le había presentado a sus enfermos y «endemoniados» (término cuyo alcance concreto en gran medida se nos escapa). La reacción de Jesús es clara: su mensaje y su misión tienen que llegar también a las aldeas vecinas. Y, de hecho, nos dice el evangelio que Jesús –sin duda con sus cuatro discípulos- partió para ir por toda Galilea predicando en las sinagogas y «arrojando demonios» (sin que logremos describir exactamente qué significa esta expresión).

Salta a la vista que el «centro de interés» de esta tercera escena de este evangelio está ordenado a que también los lectores de este trozo tomemos conciencia de que ni la persona de Jesús ni su evangelio pueden jamás llegar a ser una especie de «tranquila posesión». El evangelio solo se acoge de veras cuando se es plenamente consciente de que él no es un bien solo para nosotros. Estamos verdaderamente evangelizados cuando tenemos la conciencia aguda y dolorosa de que son muchos los que no comprenden la «buena noticia» inherente al evangelio. No tenemos el derecho a disfrutar nosotros mismos de la buena noticia encarnada en la persona de Jesús, sin tomar todas las medidas posibles para que otros descubran la «Gracia escondida» en Jesús.

La gran tragedia del pueblo de Israel fue la de considerar como un bien propio que lo enriquecía, su adhesión al Dios único como «su Dios». A juicio de los grandes profetas la relación de Israel con ese Dios único era una opción gratuita y casi incomprensible de Dios, que de ninguna manera fundaba para ese pueblo una actitud orgullosa y despectiva (Am 3,2). Conocer a Dios envuelve un don muy grande en la medida en que entremos nosotros mismos en una dinámica evangelizadora.