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Domingo 5 de febrero

Por Cristian Sandoval ss.cc.

Eclo 15, 16-21; 1 Cor 2, 6-10; Mt 5, 17-3

En mi casa se cocina con poca sal, por todo esto de la hipertensión, la sal que se usa es la baja en sodio, que se nota muy poco. Tiene una ventaja, que es que los sabores de las cosas se notan. Sin embargo, no todas las comidas tiene un sabor tan definido y a veces comidas muy diferentes saben igual y cuando se las prueba, no se sabe muy bien qué es lo que está comiendo, le falta personalidad.

Nuestra fe tiene el mismo peligro, le vamos sacando de a poco la sal, porque hay que cuidarse, porque no conviene notarse tanto, porque hay que mantener bajo perfil y muchas otras razones.

El problema es que a la larga nuestra vida de fe comienza a mimetizarse con el resto, y no se nota, no se nota que somos cristianos, no se nota que queremos vivir los valores del reino, de un reino de justicia de amor y de paz, un reino en que no solo nos sintamos hermanos y hermanas, sino que realmente lo seamos. No se nota que creemos en Jesús, el hijo de Dios, que nos mostró cómo amar hasta el extremo. Y nuestra vida comienza a tener el mismo sabor que todas las demás y nuestras opciones se desdibujan hasta que ni nosotros mismos nos damos cuenta quiénes somos. Ya no sirve para nada.

“Brille su luz”, dice Jesús, nuestro hermano y Señor, que nuestra vida tenga sabor, que se note, que la notemos nosotros y que la note tanta gente con la que nos encontramos y que necesitan de nuestro sabor. Somos la sal de la tierra y la luz del mundo, esa es nuestra vocación.