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Domingo 6 de noviembre

Por Sergio Silva ss.cc.

2 Mac 7,1-2.9-14; 2 Tes 2,16-3,5; Lc 20,27-38

Una idea

El tema del evangelio y de la primera lectura es la creencia en la resurrección de los muertos. Jesús cree en ella. Es hermosa la razón que da: “Que los muertos van a resucitar; Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor ‘el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob’. Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él”. Nosotros, cristianos, creemos en el Dios de Jesús, y afirmamos que Jesús está vivo, no muerto.

En tiempos de Jesús, los fariseos creen en la resurrección de los muertos, los saduceos no; en este punto, Jesús es fariseo. Cuando a Pablo lo llevan al Sanedrín, se aprovecha hábilmente de esta disputa entre ellos; al narrar esta escena, Lucas (autor del libro de los Hechos) explica: “Es que los saduceos dicen que no hay resurrección, ni ángeles, ni espíritus, mientras que los fariseos profesan todo eso” (Hech 23,8).

Podríamos decir que la fase actual de la modernidad en la que vivimos es saducea. Solo se cree en lo tangible, en lo que podemos experimentar directa y personalmente; los límites de lo real están dados por lo que la ciencia puede conocer y lo que la técnica puede someter a control, el resto no existe. (Quizás por reacción, por cierto cansancio que provoca la chatura del mundo tecnocientífico, pululan también las creencias en toda clase de realidades no tangibles.)

De hecho, no es fácil creer en la resurrección; no tenemos experiencia directa, tangible, de algún resucitado. Nuestra posible experiencia de ella es doblemente indirecta: por un lado, el testimonio de la comunidad apostólica, por otro, ciertas “resurrecciones” que se pueden encontrar tanto en la naturaleza como en la vida personal y social.

El testimonio de la comunidad apostólica nos llega en la Escritura, avalado por la acción del Espíritu en las comunidades y por la entrega de la vida. Esa entrega ya está en los jóvenes de la primera lectura, porque valoran más la vida resucitada que Dios les dará (si, en esta vida no resucitada, son fieles a Él) que la vida actual.

Las “resurrecciones” en la naturaleza aparecen en los argumentos de Pablo a los corintios (1Co 15,42-44) y en la palabra de Jesús sobre el grano de trigo que, si cae en tierra y muere, da mucho fruto (Jn 12,24).

Creo que se puede añadir otro argumento: el anhelo de vida plena que tenemos no puede quedar frustrado, Dios no puede habernos creado para luego desecharnos.

Una imagen

La muerte es como un túnel en el que, al entrar en él, no se ve la luz de la salida (como el túnel de Lo Prado en dirección a la costa); Jesús ha mostrado con su resurrección que sí hay salida.

O bien la muerte es como un muro al final de un corredor cerrado; Jesús ha roto ese muro y lo ha dejado abierto para nosotros, que seguimos sus pasos.

O bien la muerte es como sumergirnos en un lago; Jesús se ha zambullido en él y ha encontrado una salida subterránea. Si nos hemos sumergido (“bautizado”) en su muerte, saldremos también con él a la vida.

Un sentimiento

El gozo porque Jesús resucitó. En la eucaristía estamos celebrando gozosos que él tomó nuestra muerte para invitarnos a participar en su resurrección; nos convida su vida resucitada, nos la regala. Este gozo enciende nuestra esperanza y nos hace capaces de llevar nuestra vida a cuestas, venga como viniere, con las penas y gozos que sean.