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Primer domingo de Cuaresma

Por Rafael Domínguez J. ss.cc.

Gn 9,8-15; 1 P 3,18-22; Mc 1,12-15

Estamos comenzando este tiempo de cuaresma, en el cual se nos llama a que nuestro corazón se deje transformar por el Señor. No se trata de poner el acento meramente en actos de penitencia, sino más bien, que la fe en Jesús, nos vaya llevando por caminos de conversión profunda –no solo en este tiempo de cuaresma- para experimentar la alegría de no ser nosotros quienes vivimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros (cfr. Ga 2,20).

El camino de seguimiento a Jesucristo no lo podemos vivir sin él (cfr.Jn 15,5); por lo mismo, creer en Jesús y convertirnos a su palabra, lo hacemos auxiliados por él. Este proceso de la vida de discípulos misioneros, no está ni estará exento de dificultades, tropiezos, tentaciones. El Señor, vencedor de las tentaciones que vivió en el desierto –preparándose para su misión mesiánica- nos regala el reconocerlo como aquel en quien podemos ir derrotando aquello que nos dificulta, obstaculiza e impide seguirlo. Esto es hermoso, ya que el reconocer nuestra fragilidad, nuestro pecado; contamos con el dejarnos misericordiar y transfigurar por el Señor (cfr. Mensaje del Papa Francisco en la Catedral de Santiago a seminaristas, consagradas (os) y sacerdotes). Podemos seguirlo porque hemos experimentado su misericordia. Esto me produce mucha alegría.

Mirando a Jesús, lo vemos en el pasaje del evangelio que la liturgia nos presenta hoy, en salida, comenzando públicamente su misión, para rescatarnos, para salvarnos y hacernos plenamente felices en su amor (cfr. Jn 15, 11).

La felicidad a la que nos llama Jesús, en la búsqueda fiel de vivir conforme a su Palabra, quedaría trunca e infelizmente deformada, si la vivimos solo buscándonos a nosotros mismos y olvidándonos de nuestros hermanos y hermanas, especialmente de los más despreciados y pobres de nuestro mundo. Seguir y amar al Señor, nos trae como regalo, el entregarnos con especial amor a quienes están más necesitados y con mayores sufrimientos. Vivamos entonces, la alegría del amor fraterno, así como un entrenamiento para la eterna comunión de amor del Reino de Dios, que ya está cerca (cfr. Mc 1,15).