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Domingo 28 de agosto de 2016

Por Beltran Villegas ss.cc.

Sir 3,17-19; Heb 12,18-24ª; Lc 14,1.7-14

La fiesta es una dimensión inextirpable de la existencia humana. Una vida sin fiestas no es una vida humana. Lo propio de la fiesta está en que ella busca crear un espacio de gozo compartido carente de ulterior utilidad. Es decir, la fiesta introduce espacios de gratuidad en nuestra vida tan llena de actividad regida por la eficiencia productiva. Y en la índole de nuestras fiestas se revela cuál es nuestra visión de lo que le da su plenitud a nuestras vidas, incluso puede decirse que una fiesta es como un retrato de quien la da, con sus cualidades y defectos. Pero lo que en ninguna fiesta puede faltar, como factor indispensable para el gozo compartido, es la comida y la bebida, y así «fiesta» equivale a «banquete».

Uno de los rasgos de la plena «humanidad de Jesús es su normal participación en banquetes festivos, como lo muestran los evangelios, comenzando por su presencia en las bodas de Caná (Jn 2) donde contribuyó al gozo compartido proporcionando vino de gran calidad y en gran cantidad; y el mismo Jesús nos dice que la gente comparándolo con Juan Bautista, lo consideraba como «de buen apetito y bebedor de vino» (Mt 11,19), y que lo descalificaban por participar en banquetes con publicanos y pecadores (Lc 5,30).

Ya vimos el domingo pasado que el describía la plenitud del reino de Dios como un gran banquete en que todos los hombres tendrán acceso a la mesa de Dios. Hoy día podemos percibir que cada banquete a Jesús le evocaba ese gran banquete del Reino, y que, por lo mismo, quería que en toda fiesta humana se desplegara sin trabas ni limitaciones la gratuidad, ya que, para él, lo más propio del Reino es que en él se hará patente la soberanamente libre Gracia de Dios, que supera las categorías de «mérito» y de «retribución».

Para Jesús es realmente un «pecado» que los hombres cuando seamos invitados s cuando invitamos a una fiesta echemos a perder esa invitación quitándole esa dimensión de gratuidad que es su esencia, y que le da el carácter de «sacramento» del Reino futuro.

En el Evangelio de hoy encontramos unas palabras dirigidas a los invitados a una fiesta, y otras dirigidas a quienes invitan. El evangelista subraya que se trata de una «parábola», y su alcance real es por lo tanto diferente del de la materialidad de su formulación, y haríamos mal en tomarla al pie de la letra. Pero es demasiado claro que Jesús quiere denunciar actitudes absolutamente opuestas a la «gratuidad» que debe tener una fiesta en quienes creen en el reino de Dios como regalo inmerecido que él nos ofrece. En los invitados que se precipitan a los puestos de honor, él ve exteriorizada una exacerbada conciencia de la propia importancia, de los «méritos» que lo hacen a uno sentirse acreedor de todas las atenciones y superior a los demás. En los invitantes, denuncia Jesús el peligro de introducir en la celebración de una fiesta actitudes tan contrarias a la gratuidad como el cálculo interesado y la exclusión deliberada y despectiva de categorías de personas vistas como indignas o inferiores.

Sin tomar las palabras de Jesús como «recetas» o artículos de un código, tenemos que dejarnos cuestionar por ellas y preguntarnos si nuestra fe en la Gracia y nuestra valoración de la gratuidad se proyectan con suficiente realismo en lo concreto de nuestra vida social, y también en nuestras fiestas.