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Sexto domingo de Pascua 2016

Por Víctor Córdova ss.cc.

Hch 15,1-2.22-29; Apoc 21,10-14.22-23; Jn 14,23-29

Desde el comienzo la comunidad cristiana se vio enfrentada a decisiones importantes que exigían su buen criterio, pero sobre todo, del discernimiento animado por el Espíritu del Señor que la acompañaba. Para ser cristiano, ¿había primero que hacerse judío mediante la circuncisión? En la respuesta estaba en juego la comprensión de la universalidad del evangelio. Y animada por el Espíritu, la comunidad apostólica da pruebas de coraje y fresca novedad: todos, judíos o no, son llamados a vivir como discípulos de Jesucristo y operarios de su Reino. ¿La condición? Ya no el signo del pueblo hebreo, sino la coherencia de la vida que por la fe es capaz de adherir al Reino de Dios con Jesús inaugurado.

La Iglesia de hoy, lo mismo que la comunidad apostólica, está llamada al mismo discernimiento y a la práctica coherente de la fe que profesa. La Invitación y la condición la propone el propio Jesús en el evangelio de hoy: “el que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él” y en otro lugar nos asegura su compañía: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho”.

La vida de todos los días con sus múltiples problemáticas, el trabajo de cada día con sus agobios y cansancios pero también con sus posibilidades nos desafían al discernimiento y a la coherencia. La vida de la misma Iglesia está demandada y hasta exigida de dar nuevas respuestas ante la sociedad y la cultura de la postmodernidad. El papa Francisco ha planteado alguna de estas cuestiones frente a nuestra responsabilidad en el cuidado del planeta, nuestra “casa común”. Nos ha invitado a fijarnos en la dolorosa realidad de los inmigrantes de Europa y del mundo entero, nos ha planteado la crisis de una sociedad que exacerba el consumo y genera la “cultura del descarte”, incluso de las personas. De cara a la realidad de la misma Iglesia necesitamos el discernimiento y la coherencia que anima el Espíritu del Señor para liberarla de sus rigideces o parálisis, para purificarla del poder mundano que la hace torpe y temerosa, para volver a andar caminos de auténtica conversión para con alegría y sencillez, ofrecer su palabra, sus gestos, sus trabajos y afanes a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.