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Domingo 26 de junio de 2016

Por Beltrán Villegas ss.cc.

1 Rey 19,16-21; Gal 5,1.13-18; Lc 9,51-62

En el Evangelio de hoy encontramos dos actitudes de Jesús al menos aparentemente opuestas: Su reprensión a los «hijos del trueno» que querían hacer caer fuego del cielo sobre los samaritanos, y sus palabras a eventuales seguidores suyos. Esa reprensión manifiesta una actitud tolerante, mientras que estas palabras nos parecen de una dureza inhumana.

Creo que hay dos consideraciones que nos pueden ayudar a una comprensión más justa de estas palabras duras de Jesús. En primer lugar, él las pronuncia en el momento en que «emprendía con valor su viaje a Jerusalén»: ese viaje que culminaría con su rechazo y crucifixión; era el momento en que el «seguir a Jesús» requeriría pasar por situaciones extremas, solo abordables con decisión absoluta. El no quiere apagar entusiasmos; solo quiere hacer tomar conciencia del carácter radical que implica en esas circunstancias la opción de acompañarlo en su camino.

La otra consideración es que nunca debemos tomar las palabras de Jesús al pie de la letra. El, deliberadamente, para evitar que su enseñanza se transforme en una colección de «recetas» o en una especie de «código legal» recurre a expresiones hiperbólicas que muestran por una parte una exigencia insoslayable, pero que por otra parte dejan en claro que ella – la exigencia – radica en algo que está más allá de la letra que la expresa. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando Jesús nos dice que nuestra mano izquierda no debe llegar a saber de las limosnas que da nuestra mano derecha; o cuando nos dice que debemos arrancarnos la mano, el pie o el ojo que nos escandalizan; o cuando nos pide que para orar debemos encerrarnos bajo llave en el repostero de la casa, o cuando nos pone como ejemplo de confianza en la Providencia a los pajaritos del cielo que ni siembran ni siegan ni recogen en graneros, o los lirios del campo que ni se atarean ni hilan.

Las palabras duras del Evangelio de hoy nos dicen, por cierto, que las comodidades, el pasado muerto o los lazos familiares pueden convertirse en obstáculos para el seguimiento de Jesús. Pero su alcance es considerablemente mayor, como lo postula la misma fuerza tremenda que ellas tienen. Creo que lo que está en juego es el carácter absoluto que Jesús atribuye a su seguimiento: la adhesión a él tiene que revestir el mismo carácter incondicionado de la aceptación de Dios. Cuando se descubre a Dios como Dios, se hace evidente que no puede haber ningún absoluto fuera de él, y que la condición para adherirnos a Dios es adherirnos a él sin condiciones. Las cosas más buenas en sí mismas se vuelven perversas cuando las convertimos en condiciones para aceptar a Dios en nuestra vida.

Me parece claro que la proclamación del carácter incondicionado – divino – de la adhesión a su persona, no la podía plantear Jesús con un lenguaje anodino y tibio: tenía que hacerla con expresiones chocantes y cuestionadoras. Y la dureza de sus palabras tiene que interpelarnos hoy a todos los cristianos: ¿Es nuestra adhesión a Jesús tan incondicionada como él la espera y la exige de nosotros? ¿Es él para nosotros la fuente de una libertad total respecto de todo lo que no es él? ¿O seguimos esclavizados, y apegados como lapas a cosas buenas, a las que atribuimos un valor que llega a amagar la centralidad única de Jesús? Leer Flp 3,7-11