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El misterio de nuestra existencia

Por Pablo Fontaine ss.cc.

Podemos preguntarnos por qué existe algo en vez de nada. Pregunta que se ha formulado el pensamiento humano a través de su historia. Dicha interrogante expresa en el fondo nuestra extrañeza ante el hecho de que existamos, de que estemos existiendo, de que podamos conversar de ello, de que vayamos viajando juntos en una nave llamada Tierra, ¡con tan poca claridad sobre nuestro origen y sobre nuestro destino!

¿Podemos aceptar tranquilamente que el Universo que vemos y palpamos haya existido siempre en el tiempo, sin Dios? ¿Y que por lo tanto siempre hubo un Universo fuera del tiempo o dentro de él? ¿o tal vez que, en sorprendente soledad, este Universo haya tenido algún comienzo “por sí mismo”? Que lo haya tenido digamos “desde” la nada… Y que nosotros estemos conociendo ahora esta realidad que no habría tenido causa ni testigo alguno. Y así nos encaminemos de la nada a la nada, para nada!!

Todas las respuestas que no impliquen trascendencia producen vértigo y vacío. Es verdad que también produce vértigo pensar en un mundo que empezó a ser, saliendo de la nada por la Palabra de un Dios Eterno, infinitamente feliz, que llama a la existencia a otros seres.

Pero en este segundo caso, lo que brota en nosotros es la adoración y un amor confiado que llamamos Fe.

Se mantiene el misterio de la existencia pero la entendemos como un regalo del amor. Y en nuestro pequeño mundo hemos aprendido lo que es el amor. Hemos experimentado el gozo de amar y crear.

Lo cual nos basta para creerle a Jesús su mensaje y abrazarlo con toda el alma y toda la vida.

Porque él se presenta con suficientes credenciales de vida entregada, que constituyen un testimonio impresionante. Ese sencillo poblador de Galilea ha hablado como nadie. Ha dado la vida anunciando un mensaje que cuestiona los poderes reinantes y ha anunciado el gozo de la vida eterna para los pobres primero y para la humanidad entera.

Quienes lo acompañaron en su vida terrestre y tuvieron la experiencia de un contacto con él como resucitado, también dieron la vida por comunicar su mensaje.

Es más coherente dar el paso de la fe en un Dios que crea de la nada por amor y aceptar que hemos sido llamados a una existencia feliz sin los límites del tiempo. Es más lógico todo eso, antes que pensar que las cosas emergieron solas para rodar por una existencia sin sentido. O afirmar que los humanos no procedemos de nadie y que nadie nos espera al final de nuestro curso terrestre.

Y una vez que se han reconocido ambos caminos y se ha optado por la fe, nos quedamos abismados ante la realidad de un Dios que brilla como eterna llama de amor, en la mayor felicidad. Un Dios que es la felicidad y el mismo amor. No sabemos cuántos mundos y cuántas “humanidades” han brotado o brotarán de ese amor. Es posible que haya otros como el nuestro. Hasta ahora no tenemos cómo saberlo.

Cuando pensamos que lo creado no ha tenido que existir necesariamente, que ha brotado de un acto libre de Dios, más nos asombra imaginar a ese Dios como el todo, como llenando el ser entero. Y caemos en la cuenta de que la realidad, la única realidad necesaria que está en Dios, es felicidad. La realidad es la felicidad. En algún “momento” participada por criaturas llamadas a existir por amor.

No hay un “antes” de nuestro tiempo, sin Dios. Pero tampoco hay un “antes de Dios”. En un océano indecible de ser, está y ha estado SIEMPRE, Dios. Digamos en un eterno presente, que no es nuestro “siempre” en el tiempo. Y, en la medida en que podemos entreverlo y balbucearlo, ese Dios nos ha llamado a la existencia para recibir nuestro cariño vacilante de criaturas que son amadas y perdonadas a pesar de todo.

Nos conmueve el solo pensamiento de esta Inmensidad y la adoramos en profundo silencio porque no hay palabras que la contengan ni melodía que la exprese. De rodillas callamos y admiramos.

Jesús nos ha mostrado el rostro misericordioso de Dios a través de su vida y sus palabras. Nos ha regalado su Espíritu para que nos atrevamos a llamarnos hijos de Dios y esperemos el regalo inefable de participar para siempre en su vida.

Dice el Evangelio de San Juan: “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que es Dios y está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer” (Jn 1, 18). Es que Dios es el misterio insondable de la vida, señalado por nuestra propia existencia. Hacia allá, hacia ese abismo divino, nos conduce el mismo Jesús, con su sola existencia: “El que me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9).

Nadie ha “inventado” el Misterio de Dios. Es nuestra propia existencia, pequeña luz, la que nos lleva a preguntarnos por esa luz verdadera que es la Palabra de Dios (Jn 1, 9). Desde la extrañeza de nuestra existencia humana, la vida es una gran pregunta. Y Jesús de Nazaret es la gran respuesta.