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Domingo de Pentecostés

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Hch 2,1-11; 1 Co 12,3b-7.12-13; Jn 20,19-23 

La donación del Espíritu Santo como presencia permanente en la Iglesia eselfruto de la acción salvadora de Jesús crucificado y resucitado.

Su papel es, antes que nada, hacerles posible a los creyentes una comprensión experiencial de la persona y de la obra de Cristo. Así como Jesús no vino a desplazar o reemplazar al Padre, sino a revelarlo plenamente y a hacerlo presente, así también el Espíritu Santo no vino a sustituir a Cristo, sino a revelarlo y a hacerlo presente de una manera posible de experimentar. Sin la experiencia de Cristo hecha posible por el Espíritu Santo, nuestro cristianismo es superficial y no nos constituye en «testigos de Cristo».

Pero esta función o papel del Espíritu Santo, no agota su misión, como no la agota ninguna de sus intervenciones ni ninguno de sus dones. A través del la multiplicidad inabarcable de las actividades individuales o colectivas que cabe reconocer como efectos de la presencia dinámica del Espíritu Santo en la Iglesia, lo que busca él es crear la verdadera unidad de comunión, que es más importante que la unidad de organización estructural (ordenada a la eficacia de su funcionamiento) e incluso que la unidad de creencia y de disciplina. Esa unidad de comunión es la que se basa en la primacía otorgada por todos a lo común sobre lo propio, pero sin anular lo propio y lo diverso. Lo característico de esta unidad es que ella se da precisamente en la más variada diversidad. El Espíritu Santo es principio de unificación, pero también de diferenciación. La uniformidad es una caricatura de la comunión que brota del Espíritu Santo. Este quiere que la Iglesia sea universal no sofocando o nivelando las particularidades, sino exaltándolas y promoviéndolas.

Por eso, el único criterio decisivo de la presencia activa del Espíritu Santo en nosotros como personas y en nuestras comunidades, es el afán de crear y afianzar la comunión que recién describimos. Señalo dos rasgos que caracterizan ese afán:

  1. Valoración de la comunidad eclesial sin reducirla a una especie de «coexistencia» que no nos exige un compromiso personal: si no sentimos como ineludible e intransferible el compromiso de «hacer Iglesia» y si no sentimos la necesidad de enriquecernos con la experiencia cristiana de otros hermanos, estamos muy lejos de esa comunión espiritual que es la única que nos incorpora valederamente a la Iglesia y en la cual se realiza el fruto de la acción salvadora de Cristo.
  2. Valoración de la diversidad, sin creer que solamente nuestra manera o estilo de vivir la fe es la legítima, y sin caer en las descalificaciones o suspicacias respecto de otros carismas o estilos. No oponer, sino sumar. Agradecer que haya diversidades que nos cuestionan y que nos ayudan a superar la estrechez de nuestras limitaciones. Desear que la diversidad sea mayor para que la riqueza de Cristo se manifieste en forma más plena.

Todo esto se puede resumir diciendo que la unidad de comunión se identifica con el amor.