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Domingo 7 de octubre

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Gn 2,18-24; Hb 2,9-11; Mc 10,2-16

En el evangelio de hoy encontramos la indisolubilidad del matrimonio enseñada claramente por Jesús como correspondiente a la voluntad creacional de Dios expresada en las palabras del Génesis: «Llegarán los dos a ser uno»: palabras selladas por Jesús con su memorable «Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre». Esta enseñanza de Jesús nos incita a buscar las raíces profundas de esa indisolubilidad que a menudo no resultan perceptibles o plenamente convincentes para nuestra inteligencia. Porque hay que darle la razón al Cardenal Ratzinger cuando dice que «por puro derecho natural no se puede deducir la unidad e indisolubilidad del matrimonio»(Sel. Teol.,9 [1970], 246). Estimulados por la enseñanza de Jesús, podemos situar las raíces de esta indisolubilidad, por una parte, en la profundidad radical de la comunión interpersonal que se da en la mutua entrega sexual, y por otra, en el derecho de los hijos a crecer y desarrollarse en una familia que les permita experimentar asociadamente el amor de ambos padres.

Creo que es bueno tener presente que Jesús les plantea esta exigencia a sus discípulos cuando tanto la legislación judía (el A.T.), como la pagana permitían el divorcio. Por consiguiente, él confía su enseñanza a la conciencia y a la fidelidad de quienes quieren seguirlo como maestro de una nueva forma de enfocar y de vivir la vida. Jesús no estaba aboliendo la legislación vigente, sino enseñando a vivir sin reconocerla como normativa y como válida para sus discípulos.

Un presupuesto para contraer un compromiso conyugal que pueda resultar definitivo es tener presente que el amor no es una fuerza ciega e incontrolable. El amor puede -y debe- ser cultivado, conservado y desarrollado. Muchas veces los fracasos matrimoniales se deben a que no se hacen esfuerzos por salvar el amor (a veces se quiere salvar el matrimonio sin salvar el amor, lo que conduce a situaciones inhumanas e insostenibles). Hay muchas parejas que se dan por vencidas a la primera, sin encarar el desafío de vivir una etapa diferente del amor. Porque el amor conyugal verdadero no puede mantenerse idéntico a sus primeras manifestaciones, y hay que ser realistas para aceptar su ineludible transformación.

Se impone también una consideración que puede parecer de perogrullo: para que sea indisoluble, el matrimonio tiene que ser válido en el momento en que se lo contrae. Y lo pueden hacer inválido razones de muy diverso orden: por ejemplo, la consanguinidad próxima, incluso si es ignorada por los contrayentes; la incapacidad psicológica de contraer compromisos definitivos; la convicción de que quienes ven fracasado su matrimonio tienen el «derecho a rehacer sus vidas»; el postular para sí o admitir para el cónyuge, la libertad para vivir amores extra-conyugales; la decisión de no tener hijos… Y todo el mundo sabe que para los bautizados católicos, el matrimonio civil no tiene carácter de verdadero matrimonio, por lo que la Iglesia siempre ha admitido al sacramento del matrimonio a quien ha estado «casado solo por el civil» con otra persona.

Tenemos que convencernos de que no podremos tener familias estables y unidas, si no inculcamos a las generaciones jóvenes dos actitudes esenciales: 1) el sentido de la fidelidada los compromisos adquiridos y a la palabra dada, en todos los ámbitos o campos, lo que no resulta fácil ni obvio en un mundo en que todo es desechable y sustituible de acuerdo con los deseos y caprichos, y 2) una comprensión de la sexualidadcon toda su riqueza, seriedad y profundidad, sin admitir que se la trivialice de manera irresponsable como si fuera un deporte más excitante.

Sin estos valores, no hay ley alguna que logre salvar lo que Jesús quiso que tuviera vigencia en la convivencia humana.