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Domingo 28 de octubre

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Jr 31,7-9; Hb 5,1-6; Mc 10,46-52

Con el sentido de la vista podemos utilizar la luz, que es la que nos permite ver lo que nos rodea y por lo tanto caminar con seguridad. Al hablar de este sentido, pasamos en forma espontánea del nivel corpóreo al nivel existencial, y ciertamente usamos los términos «ciego», «clarividente» o «miope» más a menudo en sentido figurado que en sentido propio. Y también Jesús hace lo mismo cuando habla de los fariseos como «guías ciegos» y cuando nos previene del peligro de caer en un «estrabismo» que nos haga poner un ojo en Dios y el otro en la riqueza.

Y es muy claro que el evangelista Marcos quiere que percibamos el sentido simbólico de la curación de ciegos por Jesús. En su evangelio nos narra la curación de dos ciegos: el de Betsaida y el de Jericó, y es muy importante ver en qué contexto las sitúa: la del de Betsaida se narra inmediatamente después de una escena en que los discípulos se muestran incapaces de comprender el sentido de lo que Jesús les quiere decir, y que termina con las siguientes palabras: «¿Aún no comprenden ustedes?» y la de hoy, la del de Jericó, se narra inmediatamente después de la escena en que, como reacción frente al anuncio de su Pasión hecho por Jesús, se nos presenta a los discípulos entregados a ambiciones de poder y de honor. Imposible decir más claro que para el evangelista los ciegos eran los discípulos, y que la verdadera ceguera es la que consiste en no comprender a Jesús como realmente es.

Estas narraciones están destinadas a que los lectores del evangelio nos preguntemos qué significa o qué valor tiene para nosotros el conocimiento de Cristo: pregunta que adquiere toda su fuerza cuando tomamos conciencia de que tres de cada cuatro habitantes de nuestro mundo no lo conocen en absoluto o tienen de él un conocimiento tan vago o lejano como el que nosotros tenemos de Buda o de Confucio. ¿Es nuestro conocimiento de Cristo un conocimiento que surge de una experiencia trastornadora que llena de sentido luminoso nuestra vida, que nos hace ver la realidad con otros ojos, y que hace de la persona de Jesús el centro y el eje de toda nuestra existencia? ¿Reconocemos la «buena noticia» que en su persona se esconde?

Si conocemos así a Cristo, se nos hará claro que a quienes no lo conocen les falta la posibilidad de acceder a esa dicha inmensa que a los creyentes se nos ha dado, sin merecimiento nuestro, de sentirnos y sabernos amados por Dios con un amor sin límites. Si lo conocemos así, nos sentiremos realmente solidarios de quienes han hecho del anuncio del Evangelio la tarea única de su vida. Es más, si lo conocemos así, la necesidad de hacer algo nosotros mismos por la difusión de esa buena noticia (que hemos experimentado como buena y gozosa), se convertirá en una fuerza imperiosa, creativa, incansable.

Si nuestro conocimiento de Jesús no nos lleva a estas actitudes, quiere decir que somos ciegos, porque no hemos comprendido a Jesús, y tenemos que dirigirnos a él con las palabras del ciego de Jericó: «Maestro, haz que vea», para que -como él- podamos «verlo y seguir a Jesús por el camino».