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Domingo 18 de noviembre

Beltrán Villegas ss.cc.

Dn 12,1-3; Hb 10,11-14.18; Mc 13,24-32

Creo que es honesto partir reconociendo que los textos de hoy son difíciles, en buena parte porque reflejan una visión del mundo que ya no es la nuestra, pero también porque su coherencia está lejos de ser clara. Resulta imposible en una homilía resolver todos estos problemas. Debemos contentarnos con subrayar lo que se desprende con inequívoca claridad de los textos que son la palabra de Dios para nosotros hoy.

Me parece que una primera idea básica contenida en nuestros textos es que la existencia cristiana dista mucho de ser cómoda y tranquila, susceptible de ser vivida por «inercia» y con un ritmo rutinario. Ante todo, porque ella nos exige opciones siempre nuevas o renovadas, basadas en un discernimiento inteligente que nos permita distinguir, en la realidad cambiante y siempre ambigua, lo que es conducente al Reino de Dios, y lo que lo obstaculiza; no vivimos, por ser cristianos, en una burbuja extraterrestre, sino que estamos expuestos a todas las olas y corrientes de nuestro mundo, y se nos impone la necesidad de utilizar y potenciar las fuerzas humanizantes y de denunciar y neutralizar, en la medida de lo posible, las fuerzas que tienden a reducir al hombre a la condición de objeto manipulable y transable. Pero, además, resulta imposible vivir la existencia cristiana de manera pasiva o de rutina, porque siempre ha habido y siempre habrá un conflicto entre la fe y lo que la biblia llama «el mundo»: la fe denuncia «el pecado del mundo», y «el mundo» denuncia el carácter alienante o anacrónico de la fe por sus afirmaciones ilusorias que chocan contra la realidad del mal en todas sus formas; así es que la existencia cristiana nos exige «pensar nuestra fe poniéndola en contacto con nuestra cultura, lo que trae consigo inevitablemente cuestionamientos e inquietudes. Es sospechosa una fe que no ha conocido dudas o que no ha experimentado el vértigo que produce la posibilidad de que todo carezca de sentido.

Y esto que acabo de decir nos acerca a la otra afirmación contundente contenida en los textos de hoy, y es, que el verdadero sentido de nuestra existencia solo se hará visible en el futuro. No en cualquier futuro, sino en ese que «se hará presente» cuando Cristo resucitado se manifieste y nos haga posible el «estar con él para siempre». La esperanza es una dimensión entrañable de nuestra fe cristiana. La realidad que nos es dable experimentar ahora es solo una sombra o un primer bosquejo de la realidad plena (cf. 2 Cor 4,17-18). Esta esperanza cristiana no tiene nada que ver con ese «optimismo» irracional basado en el mito del «progreso», sino que se funda en la promesa de Dios y en el hecho de la Resurrección de Cristo, que lo constituyó en un «nuevo Adán», semilla de una nueva humanidad. Nuestra esperanza no es -no puede ser – una mera «espera» pasiva; ella se muestra auténtica cuando se expresa en una decisión de darle, por medio de una actividad eficaz, una presencia anticipada -imperfecta pero real- a lo que es objeto de nuestra esperanza.

Si esperamos de veras esa «tierra nueva donde habita la justicia», tenemos que esforzarnos para que la justicia tenga más vigencia en nuestra tierra; si esperamos de veras ese banquete del Reino donde tendrán parte todos los hijos de Dios, tenemos que esforzarnos por hacer posible que los hombres vivamos ya un poco más como hermanos; si esperamos de veras encontrarnos con Cristo para estar siempre con él, no podemos dejar de darle una porción significativa de nuestro tiempo a buscar el rostro del Señor en la oración personal y en la meditación del Evangelio. De otro modo nuestra esperanza es un «opio» alienante. «¿Qué clase de amor a Cristo es el de aquel que teme su venida?» (S. Agustín).