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Tercer domingo de Adviento

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Sof 3, 14-18; Flp 4, 4-7; Lc 3, 10-18

Los dos primeros textos de la misa de hoy nos invitan a la alegría. Por su parte, Juan Bautista nos plantea deberes ineludibles de justicia y solidaridad. Es fácil que nos parezcan dos llamados incompatibles. Sin embargo, el evangelista nos dice que esas exigencias del Bautista formaban parte de la buena noticia que él anunciaba al pueblo.

Creo que si alegría y exigencias nos parecen incompatibles, es porque les ponemos a esas palabras un sentido inadecuado. Nuestro lenguaje está lleno de palabras usadas ambiguamente. El caso más clamoroso es sin duda el del «amor». Pero también el de «alegría» es un término que se trivializa hasta cubrir realidades tan livianas como la diversión, el placer, el optimismo, el buen humor o la chacota. Nos pasa que, a menudo, buscamos huir de todo lo que puede dejarnos preocupados al ponernos en contacto con una realidad problemática y tensionante que nos fuerza a tomar decisiones y a buscar soluciones; y así todo lo que nos permite liberarnos de esa inquietud más o menos angustiosa, aunque sea por un instante, lo llamamos «alegría»; pero en el fondo sabemos que esa no es la verdadera alegría. Como ha dicho alguien, «la alegría es cosa seria». Cuando Pablo nos dice que estemos «siempre alegres», no nos pide que pasemos todo el día riéndonos o divirtiéndonos superficialmente. La verdadera alegría es la que resulta del equilibrio profundo de nuestra existencia, o – como dice E. Fromm – es el «sentimiento que acompaña la expresión productiva de nuestras facultades humanas esenciales». Para los cristianos, ese equilibrio se logra por la fe en el amor fiel y permanente de un Dios que es nuestro Padre comprensivo y perdonador. Y la alegría que esta fe genera es compatible con el sufrimiento, y dista mucho de identificarse con el optimismo bobo de que «en todo nos va a ir bien».

Y tampoco es incompatible esta alegría profunda con el reconocimiento y aceptación de exigencias conductuales. Nuestra cultura se muestra particularmente alérgica a la idea de exigencias, y la palabra «deber» ha llegado a ser una «mala palabra». Y hay que reconocer que hay algo sano en este rechazo, en la medida en que se trata de exigencias impuestas «desde fuera» de nuestra conciencia. Pero hay exigencias éticas que se nos imponen «desde adentro» con una claridad tan grande como la de que dos más dos son cuatro: verdad que nadie puede sentir como un atentado a su libertad. Para los cristianos, las exigencias de justicia, de respeto por las personas y de solidaridad con los menos favorecidos, aparecen iluminadas con una claridad deslumbrante a partir – también – del amor que Dios tiene por todos los hombres (1 Jn 4,11 «si Dios nos amó así…»)

El descubrimiento del amor gratuito y salvador de Dios es, pues, al mismo tiempo, la raíz de la alegría cristiana y la raíz de las exigencias cristianas. Y es que, como lo dijo Bonhoeffer, «la Gracia de Dios (su amor salvador) es gratuita, pero no barata».