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Domingo 26 de enero

 Is 8,23b-9,3; 1ᵅ Co 1,10-13.17; Mateo 4,12-23

El evangelio nos muestra el inicio de la tarea de Jesús que acaba de ser bautizado por Juan, que se ha instalado a la orilla del Jordán, en la región de Judea. Mientras Jesús, al saber que Juan ha sido tomado preso vuelve a Galilea, la provincia del Norte. ¿Tiene temor de que a él le suceda lo mismo, antes de que llegue su “hora”? no lo sabemos, el evangelista no lo dice. Lo que le interesa es mostrar de inmediato cual es la misión de Jesús y la describe a gran velocidad, como en una película que acelera su ritmo. Lo primero es el anuncio de la buena noticia, el “Evangelio” y, como consecuencia para los que aceptan ese anuncio, la conversión, el cambio de rumbo en la vida y de inmediato, el llamado a los cuatro primeros discípulos, porque Jesús no desempeña su tarea como individuo aislado sino en comunidad. Más tarde se hará acompañar por doce, como signo de que en torno a él se está haciendo realidad un nuevo pueblo de Dios; el antiguo estaba simbolizado en los  doce patriarcas,  el nuevo en estos doce hombres del pueblo, artesanos, pescadores, campesinos, entre ellos un revolucionario, Simón el Zelote.

Pero, antes de informar sobre la tarea de Jesús, el evangelista nos da su clave para interpretar. Jesús es la luz que Dios envía al mundo. Esta interpretación resulta de un “diálogo” entre la escritura nuestro “Antiguo Testamento” y la realidad que ha vivido Jesús. Ese diálogo ha sido fundamental para las primeras comunidades cristianas. Jesús no viene desde fuera, sino que se integra en la historia de la acción salvadora de Dios en Israel, para llevarla a la meta que Dios se ha propuesto. Jesús es el “sí” a todas las promesas de Dios (2 Cor 1,20). Ese diálogo es indispensable para la vitalidad de la fe cristiana. Pero no para incorporar el Antiguo Testamento con todos los detalles sino sólo aquello que muestre validez a la luz de Jesús, de hecho, en el capítulo siguiente Mateo recoge seis correcciones explícitas que hace Jesús al Antiguo Testamento: “ustedes han oído que se dijo a los antiguos” es decir, que “Dios les dijo”… “yo en cambio les digo…” (Mt 5, 27-44).

Uno de los puntos cruciales que Jesús ha corregido es que ha puesto en primer lugar el amor a Dios y el amor fraterno, como vemos en el llamado que hace Pablo a los corintios en la segunda lectura. Todo lo demás es secundario. Quizá sobre todo, lo que en el Antiguo Testamento era tan central, como la elección de Israel y el poder de Dios. La elección los hacía sentirse privilegiados con la consecuencia de despreciar al resto de la humanidad considerada como impura. Jesús nos ha mostrado que todos somos criaturas de Dios, de igual dignidad, todos estamos llamados a ser sus hijos. La concepción de Dios como poder (el Todopoderoso) queda desmentida en el hecho de la cruz: “nadie tiene mayor amor… (Jn 15,13); y este cambio radical culmina en la afirmación de Juan “Dios es Amor” (1 Jn 4,8).

¿Qué pasaría en nuestra vida y en la manera de vivir nuestra fe en la Iglesia?; ¿qué pasaría en la Iglesia en su estructura institucional?, si tomáramos en serio esta transformación, esta “luz” que ha traído Jesús que es la “Luz”.