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Un «retrato» de José María Coudrin, en el 185° aniversario de su muerte por Sergio Silva ss.cc.

UN “RETRATO” DE JOSÉ MARÍA COUDRIN, EN EL 185° ANIVERSARIO DE SU MUERTE

(basado en Sergio Silva, José María Coudrin, fundador de la Congregación de los Sagrados Corazones, en sus Cartas, págs. 14-19)

A mi entender hay dos cosas que dominan todo en la figura de José María Coudrin y marcan de manera decisiva tanto su personalidad como su espiritualidad. Una es un hecho vinculado al período histórico que le tocó vivir; la otra, un rasgo de su manera de ser.

 a) La historia
A Pedro Coudrin le toca vivir de lleno el período quizá más turbulento de la historia de Francia, la así llamada Revolución Francesa. Cuando estalla la Revolución en 1789, él tiene 21 años, por lo que le toca vivirla con plena conciencia. Quizá lo que más lo afecta es el cuestionamiento y la destrucción de lo que han sido hasta ahora las relaciones entre la monarquía y la Iglesia católica. Es el fin de lo que los historiadores han llamado el “Antiguo Régimen”, en el que la Iglesia y la monarquía están íntimamente unidas, prestándose mutuos servicios que para cada una son de gran valor. La Iglesia sacraliza en cierto modo el estatuto de la monarquía y, con ello, el ejercicio concreto de su poder; de hecho, se habla de reyes “de derecho divino”. Por su parte, la monarquía protege a la Iglesia, dando al clero y a los Obispos grandes regalías e impidiendo, hasta donde le es posible, la introducción de herejías.

Al inicio de la Revolución, hay intentos de sustituir el culto católico por el de la “diosa Razón”; pero, ante la imposibilidad de suprimir por decreto el catolicismo, tan arraigado en la entraña del pueblo, se intenta que los sacerdotes se sometan a las directivas revolucionarias, para lo cual se les obliga a jurar fidelidad a una “Constitución Civil del Clero”, elaborada por la nueva República Francesa; los que se niegan a jurar fidelidad no sólo son destituidos sino apresados.
Ante las muchas resistencias que provoca la Revolución, sus dirigentes radicalizan su acción en 1792 y se vive un difícil período de unos dos años, conocido por los historiadores como “el Terror”, en que la guillotina cercena muchas vidas de opositores. Es justamente en este tiempo que Pedro Coudrin recibe la ordenación sacerdotal.

Este período de su vida dejará en el joven sacerdote una huella imborrable. Hasta el fin de sus días anhelará la restauración del Antiguo Régimen. Y este anhelo le hará imposible descubrir la posible acción de Dios en los acontecimientos de la Revolución. Ni siquiera se le ocurrirá plantearse la pregunta por una posible presencia de Dios en esta historia que él ve sólo como destrucción.

Pedro Coudrin es un hombre de conciencia, y jamás consideró la posibilidad de jurar fidelidad a la Constitución Civil del Clero. Por lo tanto, ya desde su ordenación tiene que pensar en entrar en la clandestinidad. Sin embargo, no es un hombre valiente por naturaleza; por el contrario, es más bien temeroso. De ahí que, a muy poco andar, opte por esconderse en un granero del castillo de La Motte d’Usseau, propiedad de la familia de Viart. Luego de unos seis meses hace una experiencia que lo sacude muy profundamente, leyendo la historia de San Caprasio. Y decide salir de su escondite y ejercer su ministerio clandestinamente, corriendo el riesgo de ser descubierto y puesto en prisión o, incluso, de perder la vida. Sin embargo, con ayuda de muchos cristianos y de bastante ingenio, siempre logra escapar de la policía. Hasta que Napoleón toma la conducción de la Revolución y acaba con el Terror y con la persecución directa al clero, restableciendo hasta cierto punto condiciones de libertad religiosa. Pero el Antiguo Régimen no se restaura. Por el contrario, la política de Napoleón es mantener a la Iglesia muy sometida al poder del Estado. Así, por ejemplo, no se permite oficialmente ninguna Congregación religiosa que no cuente con la aprobación del Gobierno. Y como a José María Coudrin y a la Buena Madre no se les pasa por la mente pedir esa aprobación, la clandestinidad se prolonga por muchos años. El riesgo que ahora se corre es, en cierto sentido, menor, porque ya no amenaza la cárcel ni la muerte, aunque sí la disolución de la naciente Congregación, lo que es también una forma de muerte. Ante este riesgo, José María Coudrin opta por una solución que no le gusta, porque lo saca de su comunidad: se hace Vicario General en diversas diócesis para asegurarse la protección oficial de un Obispo, sobre todo para que este Obispo acceda a ordenar los sacerdotes de la Congregación que él le proponga.

Estas dos formas de clandestinidad que ha debido vivir Pedro Coudrin –la personal, en el primer tiempo de su ministerio, y después la de la Congregación– le dejan la huella perdurable de una profunda confianza en la Providencia amorosa de Dios, y aprende que hay que entregarse en sus manos sin demasiados cálculos.

Podemos pensar que hay aquí lo que podemos llamar la “experiencia fundante” de la espiritualidad de nuestro Fundador. Como “experiencia fundante”, ésta le da una finalidad fundamental en su vida: difundir el amor misericordioso de Dios, tan visible en el Corazón de Jesús. De ahí, me parece, la gran libertad que manifiesta respecto de las obras concretas. Si se trata de difundir el amor de Dios, se podrá recurrir a cualquier medio que parezca apto, sin amarrarse definitivamente con ninguno.

b) La manera de ser
Pedro Coudrin es un hombre de sentimientos intensos. El sentimiento que predomina en las Cartas es el cariño, el que él da, pero también el que quiere recibir de aquellos que ama. Y no tiene ninguna vergüenza de expresarles ni el afecto que les tiene ni el deseo –diríamos incluso la necesidad– de que le paguen con la misma moneda. De aquí también el intenso dolor que siente cuando le parece que su cariño ha sido traicionado.

Este rasgo calza muy bien con la espiritualidad que ha hecho suya, marcada por una conciencia muy intensa de la misericordia de Dios, de su amor, expresado de manera plena y extremada en la entrega de Jesús en la cruz, de la que es un símbolo particularmente querido la llaga de su costado abierto. Es este amor misericordioso el que ve representado en el Corazón de Jesús. La fuerza de sus afectos ha llevado a Pedro Coudrin a descubrir la Misericordia de Dios; ésta confirma, fortalece y orienta su afectividad, la que, a su vez, lo reenvía permanentemente a la Misericordia de Dios tal como se ha manifestado en el Corazón de Jesús.

 

En coherencia con esta visión del Amor misericordioso de Dios, el Fundador subraya que nuestra respuesta sólo puede ser el amor, porque, como dice el refrán, “amor con amor se paga”. El amor con que “pagamos” el que Dios nos tiene se traduce en una confianza sin límites en la Providencia amorosa de Dios. Pero también en el esfuerzo por quererse verdaderamente como hermanos en la comunidad; en este punto el Fundador no es para nada iluso, sabe perfectamente que en la práctica la vida de comunidad no es fácil; de ahí que sus recomendaciones y consejos sean tan iluminadores.

No sólo hay afecto en los sentimientos del Fundador. Encontramos también, aunque con mucho menor frecuencia e intensidad, el enojo, la rabia. Estos sentimientos brotan en él ante las acciones de sus corresponsales que le parecen equivocadas, sobre todo cuando el error tiene que ver con personas o valores que le son muy queridos. Una de las explosiones de rabia más intensas que ha quedado registrada en las Cartas tiene que ver con una acción que nos puede parecer hoy de nimia importancia. El joven superior de la casa de los hermanos en Picpus, Rafael Bonamie, más tarde Obispo de Bagdad, ha cambiado dos costumbres ancestrales. Ha establecido que haya correo separado para hermanos y hermanas; hasta entonces, todo el correo se recibía en la casa de las hermanas y la Buena Madre lo repartía a sus destinatarios.

También ha suprimido la costumbre de reunirse hermanos y hermanas en algún momento de la tarde en torno a la Buena Madre para tener un rato de conversación libre. Al Fundador estos cambios le parecen intolerables, porque pasan a llevar el respeto debido a la Buena Madre, a quien él venera con un inmenso afecto admirativo.

Aquí también podemos constatar otro aspecto de su espiritualidad, que consiste en la conciencia del riesgo que corremos de atraernos el castigo de Dios con nuestras malas acciones, que despiertan su ira; el castigo eterno, pero también castigos temporales.

De esta doble cara de su visión de Dios –amor manifestado al extremo en el Corazón de Jesús, pero también amenaza de castigo– brota, me parece, un rasgo importante de lo que podemos llamar su espiritualidad pastoral; se trata del celo misionero, que se orienta, por un lado, a dar a conocer las riquezas y el gozo inestimables del amor de Dios y, por otro, a evitar que las personas caigan en el castigo eterno. Este celo pastoral lo ha movido a buscar para la Congregación naciente trabajos misionales, tanto en Francia como en los así llamados países “de misión”.

La intensidad de sus sentimientos puede llevar a una persona a realizar acciones puramente impulsivas, de las que más temprano que tarde tendrá que arrepentirse. No es el caso de José María Coudrin, y no porque sus sentimientos estén sometidos a un control racional, frío. Lo que equilibra en él la intensidad de sus sentimientos es su extremada sensatez. Pienso que no me equivoco si la atribuyo a su raíz campesina. La tierra tiene sus ritmos propios –siembra, maduración, cosecha– de los que no hay impulso humano ni sentimiento que la pueda sacar.

La sensatez del Fundador se manifiesta, por un lado, en su manera de gobernar a las personas que tiene bajo su autoridad, sobre todo en la Congregación. Se diría que su norte es el bienestar de cada uno, más que el buen funcionamiento de la obra en la que presta su servicio; quizá porque la experiencia le dice que las obras sólo funcionan adecuadamente cuando los que en ella trabajan están contentos. Pero no se queda en esta sensatez de experiencia. José María Coudrin sabe que Dios a nadie le pide lo que no puede dar. Sin embargo, sabe también que Dios da a la persona la capacidad de hacer lo que Él le pide. Se da, así, en su espiritualidad esta polaridad paradójica, porque el límite de lo posible para cada persona está definido a la vez por su capacidad humana –“natural”, podríamos decir–, y por el don de Dios, por su gracia.

Por otro lado, la sensatez del Fundador se manifiesta en su manejo de las finanzas de la Congregación, un manejo para nada audaz, más bien muy temeroso. En este sentido, me parece que la “combinación” con la Buena Madre, que en estas materias era mucho más audaz que él, fue positiva para la naciente fundación.

Creo haber detectado otra polaridad aparentemente paradójica en José María Coudrin. En muchas ocasiones se presenta como un hombre de gran libertad de espíritu, en otras lo vemos con rasgos de rigidez e inflexibilidad. Sin embargo, la paradoja desaparece cuando constatamos que es inflexible cuando están en juego los que él considera los principios fundamentales de la fe cristiana y católica, pero que, cuando se trata de la aplicación concreta de la multitud de normas más precisas en que estos principios se detallan, toma siempre en cuenta la situación real en que se encuentran las personas concernidas y se abre a una gran flexibilidad, porque busca, ante todo, el mayor bien posible de las personas.

Quiero terminar este breve retrato del Fundador señalando dos rasgos sicológicos que me llamaron particularmente la atención, aunque son de muy poca importancia objetiva. Se trata de un hombre muy tímido y de baja “autoestima”, como decimos hoy. ¿Cómo compaginar esta timidez con lo que sabemos de la valentía con que enfrentó su ministerio en tiempos de persecución? Debemos recordar que antes de salir valientemente a ejercer el ministerio que acababa de recibir, se escondió durante varios meses en el granero de La Motte d’Usseau. Su salida de ahí tiene que ver con una intensa experiencia de Dios, que le hace sentir el llamado a actuar. Esto confirma que los que actúan valientemente no son siempre los que no sienten miedo; muy a menudo ésos son más bien los temerarios. Los auténticos valientes son los que logran superar el miedo en función de valores superiores, por los cuales vale la pena entregar la vida.

El segundo rasgo es el humor. José María Coudrin sabe reírse suavemente, sin ironías hirientes, de algunas personas. Por lo que leemos en las Cartas, el blanco favorito de su risa fue Hilarión que, para él, fue siempre su brazo derecho, por sus aptitudes para ser secretario. Quizá esta estima que le profesaba le permitía al Fundador