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Sergio Silva sscc: El misterio de la Navidad: “Dios con nosotros”

Nuestro hermano, nos comparte una reflexión para este tiempo en que Jesús se nos regala, preguntas y respuesta para este gran hito de la historia de nuestra fe 

 

 

El evangelio de Mateo relata el nacimiento de Jesús desde la perspectiva de José. Al terminar, hace una reflexión que vincula al niño recién nacido con un anuncio del profeta Isaías: “Todo esto sucedió para que se cumpliera lo dicho por el Señor por medio del profeta: ‘La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel’”. Como Mateo escribe en griego y ese nombre es hebreo, añade: “que traducido significa ‘Dios con nosotros’” (Mt 1,22-23). Aunque este es el único lugar en que aparece la palabra “Emmanuel”, la idea de que en Jesús está Dios con nosotros está presente en muchos pasajes del Nuevo Testamento .

Una primera pregunta que puede surgir es quiénes son esos “nosotros” con los que Dios está. Cuando lo afirma Isaías, claramente se refiere al pueblo que Dios ha elegido para que sea Su pueblo; porque ese niño que va a nacer es un hijo del rey Ajaz, descendiente de David, que gobernó el reino del sur del 736 al 716 antes de Cristo, época en que Asiria conquista el reino del norte (que se ha separado del reino del sur hace dos siglos) y amenaza seriamente con conquistar también el reino del sur, Judá. Ese hijo será el rey Ezequías que sucederá a Ajaz y gobernará del 716 al 687 AC.
En tiempos de Jesús, la religiosidad está marcada por la espiritualidad de la corriente farisea: la inmensa mayoría de los escribas –encargados de las comunidades que se reúnen los sábados en las sinagogas de aldeas, pueblos y ciudades para escuchar y comentar la Escritura– son fariseos. Para ellos, el “nosotros” ya no es el pueblo de Dios en su totalidad, sino solo “los justos”, es decir, los que se esfuerzan por cumplir íntegramente la Ley. Quedan fuera “los pecadores”, Dios no está con ellos. Jesús, aunque comparte mucho de la espiritualidad farisea, durante su ministerio público se distancia radicalmente en este punto: Dios es también el Dios de “los pecadores”; incluso más, él sabe que ha venido precisamente a buscar a “las ovejas perdidas de Israel” (Mt 15,24) y encomienda a sus discípulos hacer lo mismo (Mt 10,6), sabe que ha venido como médico a “sanar” a los pecadores (Mt 9,10-13).

Sin embargo, me parece percibir en los relatos de los evangelios que Jesús ha debido hacer un proceso de aprendizaje, para llegar a darse cuenta de que el “nosotros” es la humanidad entera. Entre otros pasajes, hay dos particularmente intensos. Uno es el del capitán romano que le pide a Jesús que sane a un empleado suyo que está enfermo. Jesús le ofrece ir con él a su casa, pero el capitán no se siente digno de recibirlo y le dice que basta con que diga una palabra y su criado enfermo sanará. Jesús queda admirado de la fe de este romano y comenta a los que están con él que en todo Israel no ha encontrado una fe tan grande (Mt 8,5-10 y 13 y Lc 7,1-10). Y añade que vendrán muchos de todas partes del mundo a sentarse con Abrahán, Isaac, Jacob y los profetas en el banquete del Reino de Dios (Mt 8,11-12 y Lc 13,28-29). El segundo relato es el de la mujer extranjera que le pide que sane a su hija que está endemoniada. Jesús la rechaza con dureza, usando una metáfora muy hiriente: “no está bien tomar el pan de los hijos y dárselo a los perritos”, metáfora en la que “los hijos” representan a los judíos y “los perritos” a los no judíos; aquí se ve hasta qué punto Jesús había hecho suya la cultura de su pueblo, que consideraba con desprecio a los no judíos como perros, aunque el diminutivo que usa Jesús puede entenderse como un intento de suavizar algo este desprecio. Pero la respuesta de la mujer desarma completamente a Jesús: “también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos”; admirado, le dice: “mujer, qué grande es tu fe” y la hija sana (Mt 15,21-28 y Mc 7,24-30). En ambos casos vemos cómo la fe de estos extranjeros es la fuerza que derriba la barrera de la raza que Jesús ha heredado de su cultura. Esto es lo que tomará Pablo como centro de su proclamación del evangelio: Dios nos salva gratuitamente, no por cumplir las obras que manda la Ley, que es propia y exclusiva de Israel, sino por la fe en el amor que Dios tiene a todo ser humano, sea de la raza o cultura que sea.

Aquí puede surgir una segunda pregunta. Si Dios está con todo ser humano a lo largo de toda la historia, ¿por qué ha habido, hay y todo hace presumir que seguirá habiendo tanto dolor, odio y destrucción?, ¿por qué hay, finalmente, una muerte que inexorablemente nos llegará a todos? Creo que la respuesta depende de la idea o imagen que nos hacemos de Dios. En Israel había plena conciencia de que Dios ama a Su pueblo con entrañas maternales de misericordia, como una madre a sus hijos, incluso más fielmente que cualquiera de ellas (ver, por ejemplo, Is 49,14-16); sin embargo a Dios se lo veía sobre todo como poder, al punto que “el Poder” era uno de los nombres con se designaba a Dios; un nombre que Jesús, como judío que era, también lo usa, y precisamente en el momento culminante cuando se encuentra prisionero y es juzgado por el Sanedrín (Mt 26,64 y Mc 14,62). Porque a Dios se lo ve sobre todo como poder, los fariseos acosan a Jesús pidiéndole que muestre un “signo del cielo”, es decir, de Dios, que lo acredite como enviado Suyo. Pero antes de empezar su ministerio público, inmediatamente después de ser bautizado por Juan, Jesús ha debido enfrentarse a la tentación diabólica del poder en tres formas: milagro en favor propio (convertir las piedras en pan y saciar así su hambre), espectáculo deslumbrante que atrae a las multitudes (tirarse abajo desde lo más alto del templo para quedar suspendido en el aire, sostenido por los ángeles invisibles), riqueza y poder político que permiten dominar a personas y pueblos (el poder y la gloria de los reinos del mundo, que están en manos del Tentador), y ha resistido a esa tentación apoyado en la Palabra de Dios (ver Mat 4,3-10 y Lc 4,3-12). Incluso las curaciones y expulsiones de demonios que Jesús hace tan frecuentemente según los relatos de los evangelistas, y que él reconoce como presencia de Dios que empieza a reinar mediante estas acciones suyas (ver Mt 12,28 y Lc 11,20), no las atribuye a una especie de poder de hacer milagros que él tendría, ya que frecuentemente dice a los que sanado: “Vete en paz, tu fe te ha salvado” . En la imagen de Dios, Jesús pone el acento en Su amor, no en Su poder, como se ve en el modo como acoge a los pecadores, recaudadores de impuestos, mujeres, niños y tantos otros marginados por el desprecio de los fariseos. Un amor que Jesús expresa en su predicación y que, en algunas parábolas llega a cumbres como en la parábola habitualmente llamada del hijo pródigo, que yo creo más acertado llamar parábola de la fiesta por el regreso del hijo (Lc 15,11-32). En su primera carta, Juan formuló de manera lapidaria y definitiva este modo de ver a Dios en la brevísima frase “Dios ES amor” (1Jn 4,8 y 16); no es que Dios ame o tenga amor, sino que ES amor, lo que nos lleva a concluir que sólo puede amar. Por eso, su manera de “estar con nosotros” no es la del que dispone, entre muchas cosas, de amor, poder y cuantas capacidades podamos imaginar; su manera de “estar con nosotros” es la del que ama y sólo puede amar. Por eso, respeta infinitamente nuestra libertad y quiere que desarrollemos al máximo todas las capacidades que él mismo nos ha dado al crearnos; por eso, como buen pedagogo, no hace lo que nosotros podemos hacer, sino que actúa en nuestro interior –si le abrimos libremente esa puerta– impulsándonos a enfrentar nuestra vida de manera cada vez más adulta, es decir, a la vez autónomamente y en solidaridad con los demás.

Una última pregunta entre las muchas que pueden plantearse, es una pregunta más teológica. Todo lo dicho hasta aquí sobre la encarnación del Hijo de Dios suena muy bonito y atrayente, pero ¿es posible que Dios se haga de verdad uno de nosotros?, ¿podemos encontrar razones que nos ayuden a aceptar la encarnación? Esta pregunta ha estado presente desde el inicio de la fe cristiana. Ya a fines del siglo I surgieron dos respuestas que negaban esta posibilidad, una desde la religión y la cultura de Israel, la otra desde la cultura y la religiosidad grecorromana. En Israel se conocen muchos casos de seres humanos que han recibido el (o un) Espíritu de Dios y, con él, han podido realizar grandes acciones; análogamente, hay relatos en que espíritus malignos actúan sobre algunas personas. En cuanto al Espíritu de Dios, se dice de Sansón que “el Espíritu de Yahvé comenzó a agitarlo en el Campamento de Dan” (Jue 13,25). Asimismo, después que David es ungido por Samuel como el rey que Dios ha escogido para suceder a Saúl, “vino sobre él el Espíritu de Yahvé” (1Sam 16,13); en sus últimas palabras antes de morir, dice David: “el Espíritu de Yahvé habla por mí, su palabra está en mi lengua” (2Sam 23,2). Sobre este telón de fondo, Jesús puede ser visto por un judío como un caso más en que un ser humano, igual a todos nosotros, ha sido poseído o habitado por el Espíritu de Dios, pero que no es propiamente un ser divino. Es lo que pensaron a fines del siglo I grupos de judíos convertidos al cristianismo, y encontraron respaldo en los relatos de los evangelios. Cuando Jesús recibe el bautismo de Juan, baja sobre él en forma de paloma el Espíritu de Dios y permanece en él (Jn 1,32). Al terminar su ayuno de 40 días después del bautismo, Jesús regresa “con la fuerza del Espíritu” (Lc 4,14). En la sinagoga de Nazaret, se identifica con el profeta que dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena noticia, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19, citando Is 61,1-2). Finalmente, al morir, Jesús “entrega el espíritu” (Jn 19,30), lo que estos cristianos venidos del judaísmo interpretan como que, al morir, Jesús es abandonado por el Espíritu que recibió al inicio de su ministerio y muere como un ser humano igual a cualquier otro. En el mundo de la cultura griega, en cambio, no se ve problema en que los dioses se hagan presentes en forma humana, como si se disfrazaran de seres humanos, a fin de poder interactuar con nosotros. Es lo que piensan los habitantes de Listra acerca de Pablo y Bernabé al ver que Pablo ha sanado a un tullido; dicen asombrados: “dioses en figura humana han bajado hasta nosotros” (Hech 14,11), e incluso los identifican: “a Bernabé lo llamaban Zeus y a Pablo, Hermes, porque era el que hablaba” (Hech 14,12). Ver artículo completo