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Domingo de la Santísima Trinidad

Beltrán Villegas ss.cc.

Prov 8,22-31; Rom 5,1-5; Jn 16,12-15

Las cosas más elementales de nuestro ser de cristianos llevan explícita la fe trinitaria. Sabemos que el bautismo se infiere «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo», y comenzamos nuestros días y todas nuestras acciones religiosas o simplemente importantes, con esas mismas palabras.

Y, sin embargo, la fe trinitaria queda habitualmente como «fuera» de nuestra relación con Dios e incluso de nuestra concepción de Dios. Nos parece que nada cambiaría para nosotros si Dios fuese unipersonal.

Creo, a pesar de todo, que si nuestra vida cristiana incluye alguna dosis de experiencia cristiana, y no de prácticas solamente o de cumplimientos, podemos hacer conscientemente nuestra esa fe en la Trinidad.

Si hay una experiencia cristiana es la de que en cada uno de nosotros y sobre todo en la Iglesia como comunidad está presente y activo el Espíritu santo «como luz y como fuerza invisibles que supera infinitamente nuestras fuerzas (o mejor, nuestra debilidad) y nuestras luces (o mejor, nuestra ceguera). Y lo propio de su acción no es revelarse a sí mismo, sino revelarnos el ser profundo de Jesús como don de Dios y como camino hacia Dios; como Hijo de Dios por medio del cual el Padre nos lo da todo y por medio del cual podemos llegar al Padre también como hijos. En el Espíritu se completa el acercamiento de Dios al hombre por medio de Jesús; y en el Espíritu comienza el acercamiento del hombre a Dios por medio de Jesús. Y percibimos que el Espíritu no sustituye al Hijo, Jesús, sino que lo pone de relieve, tal como Jesús no vino a sustituir al Padre, sino a darle presencia y a mostrar su verdadero rostro. En el Espíritu se nos da Jesús, y en él, el Padre.

La experiencia cristiana es la de un Dios personal que se autocomunica a su creatura para entrar en comunión con ella. Esto nos hace pensar que Dios es, en sí mismo, el que tiene como rasgo esencial la comunicación y la comunión personal; que esto que se ha mostrado en la historia humana es solo un reflejo y una proyección de algo que es consubstancial al ser mismo de Dios.

Dios no es un Dios solitario que haya creado para salir de su aburrimiento ensimismado, sino que es un foco eterno de autocomunicación, de donación y aceptación, de comunión, que ha creado creaturas racionales para hacerlas compartir esa plenitud de vida en comunión.

Si esto es así, es claro que la vocación más profunda de la comunidad cristiana es la de lograr entre sus miembros una comunión como la de Jesús con su Padre: «Que sean uno como nosotros somos uno» (Jn 17,20-23). Y la maravilla es que esta comunión eclesial es, al mismo tiempo y por lo mismo, una «comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,3)