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Segundo domingo de Cuaresma 2016

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Gen 15, 5-12. 17-18; Flp 3, 17- 4; Lc 9,28-36 

Todos los años, en los tres ciclos, el 2º Domingo de Cuaresma tiene como Evangelio el episodio de la Transfiguración, tal como el 1er Domingo de Cuaresma tiene siempre el de las Tentaciones. Ambos episodios tienen en común su relación con el Bautismo de Jesús. En efecto, Jesús se ve sometido a las tentaciones inmediatamente después de su bautismo, y las tentaciones mismas por su contenido, solo pueden entenderse como el intento diabólico de apartarlo de la misión asumida por él cuando fue bautizado por Juan Bautista: misión que consistía en mostrarse como «el Hijo» de Dios justamente haciéndose «el Servidor» humilde y despreciado. Por otra parte el punto culminante de la Transfiguración es la misma voz celestial escuchada por Jesús después de su bautismo, y que lo proclamaba como «el Hijo amado de Dios», solo que ahora dirigida a los discípulos: «Este es mi Hijo predilecto». En cuanto al añadido «Escuchadlo», se relaciona con la negativa de Pedro a aceptar el anuncio de su destino doloroso que había expresado Jesús pocos días antes consiguiendo su proclamación como «Mesías» hecha por el mismo Pedro.

Como se ve, entonces, la Iglesia quiere que a través de la Cuaresma tomemos conciencia de lo que el bautismo que un día recibimos significa y exige como compromiso de asumir el seguimiento de Jesús, haciendo nuestra su misión y su estilo. Esto implica hacer de Jesús – con su plena identidad de Hijo de Dios crucificado y resucitado – el eje y el centro de nuestra vida. Ninguna práctica o actividad «cristiana» tiene sentido o valor por sí misma: solo lo tienen en cuanto son expresión de una voluntad de identificarnos más y más con Jesús. Y tenemos que hacer nuestras tanto su cruz como su Gloria, tanto su Muerte como su Vida. Estas dos dimensiones son inseparables: en la Muerte está ya presente la Vida como en la semilla el fruto, y en la Vida está presente la Muerte como en el fruto la semilla.

Esta es precisamente la verdad que se nos manifiesta en la Transfiguración: ese Jesús que iba encaminándose a su muerte en Jerusalén, poseía ya – aunque de suyo invisible y escondida – esa Gloria que iba a ser manifestada en su Vida resucitada. Así también, cuando nuestro proceso cuaresmal nos induce a privaciones o a rupturas (esas «pequeñas muertes cotidianas»), se va haciendo más rica nuestra vida profunda, como dice S. Pablo: «cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, nuestro hombre interior se va renovando día tras día» (2 Cor 4,16). Y por lo mismo se va haciendo más cierta nuestra esperanza de llegar a esa «transfiguración» definitiva que será fruto de la Parusía de Cristo (2ª Lectura)

Solo cuando se tiene presente la Gloria escondida en la condición mortal de Jesús (y manifestada plenamente en su Resurrección), se puede acoger sin reservas y de todo corazón el llamado a «escucharlo» que nos hace Dios. Y es que las palabras de Jesús «son palabras de vida eterna» (Jn 6,68), incluso – y sobre todo – cuando nos llaman a compartir su cruz y a renunciar a ser – y a sentirnos – dueños de nuestra vida, aceptando «consumirla» en el servicio de nuestros hermanos. Lo que tiene que morir en nosotros es nuestro egoísmo. Y puede ser un buen programa cuaresmal descubrir y dejar a plena luz para nosotros nuestros egoísmos disfrazados y escondidos.