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Sexto domingo de Pascua

Por Alex Vigueras Cherres ss.cc.

Hch 10,25-26.34-35.44-48; 1 Jn 4,7-10; Jn 15,9-17

Nos adentraremos en estas lecturas a partir de los “para qué” que se pueden encontrar en estos textos. Es interesante esta entrada, pues nos permiten no perder de vista el sentido y, por ello, profundizar en lo que significa la salvación que se manifiesta en Jesús.
Encontramos dos versículos que van en esta línea en el Evangelio, y uno en la segunda lectura:
– “Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto”. (Jn 15,11)
– “Fui yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero”. (Jn 15,16)
– “Así Dios manifestó su amor: envió a su hijo único al mundo, para que tuviéramos vida por medio de Él”. (1 Jn 4,9)
En el evangelio llama la atención la constante semejanza entre la relación de Jesús con el Padre y con nosotros. Él nos ama como el Padre lo ha amado: con un amor que permanece, con un amor firme. Esto es lo que nos ofrece como sustento de la invitación que nos hace: “Permanezcan en mi amor” (Jn15,9). Pero, podríamos preguntarnos, ¿qué es permanecer en su amor? Como Jesús, cumplir los mandamientos del Padre, sobre todo el mandamiento principal: “Ámense unos a otros como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por sus amigos” (Jn 15,12-13). Entonces, ese “como yo los he amado”, tiene que ver con dos cosas: la primera es que se trata de un amor que consiste en dar la vida; y la segunda es que -como aparece en la primera carta de Juan- se trata de un amor que “primerea”, es decir, un amor que no ama por méritos, sino que es gratuito, incondicional; un amor que se adelanta, que sorprende, que nos sale al paso cuando no lo esperamos. Así es como nos amó Dios, que “nos amó primero”. Es en este amor vivido al estilo de Jesús que encontramos el “gozo perfecto”. Ese es el gozo del mismo Jesús, que quiere compartir con sus discípulos.
Jesús nos está hablando de una experiencia de plenitud. Esa que él experimenta de cara al Padre. Pero es una plenitud que no se queda en él, sino que quiere compartir con aquellos que ama. Qué esperanzador es pensar no solo que podemos experimentar la alegría, sino el “gozo perfecto”. Al menos somos invitados a buscarlo y a creer que podemos vivirlo. Podríamos preguntarnos: En mi vida actual, en la situación en que vivo, ¿cómo sería ese gozo perfecto?
La primera carta de Juan nos dice que al amarnos los unos a los otros nacemos de Dios y lo conocemos. Es algo muy profundo. No se trata solo de dinamismos de imitación: el Hijo imita al Padre, el discípulo imita al Hijo. Se trata de una experiencia que nos une íntimamente a Dios, que nos hace entrar en el dinamismo del amor del Padre por su Hijo y por el mundo. Podríamos decir que el amor nos diviniza. De esto se trata la vida que Dios quiere regalarnos por medio de su Hijo. No es solo estar vivos, sino hacer la experiencia de una vida plena.
La primera lectura nos da otra clave importante: el gozo no es perfecto mientras no sea un gozo de todos. Dios quiere la alegría perfecta, la vida para todos, no solo para los que -por pertenecer al pueblo elegido, Israel- se consideraban los destinatarios únicos de la salvación. Es conmovedor el dinamismo del Espíritu que se va adelantando, que va abriendo caminos hacia los otros pueblos, quebrando los marcos restrictivos de la ley y la tradición.
Es por eso que Jesús quiere que este dinamismo de amor dé fruto abundante, un fruto duradero. Se trata de un dinamismo de amor que es siempre misionero, por cuanto quiere salir a buscar a aquellos que están más alejados del gozo perfecto, de la vida plena.
Ese fruto tiene que ver con el ejercicio de un poder que el Padre concede a sus discípulos y discípulas: “Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, Él se los concederá” (Jn15,16). Es fascinante imaginar todo lo que esta promesa puede significar. En el fondo es posible que en el discípulo se manifieste el mismo poder de Dios que se manifestó en Jesús que expulsaba los demonios, curaba a los enfermos, perdonaba los pecados. Se nos invita a hacer un acto de fe en que verdaderamente Dios actúa en la fragilidad del discípulo.
“Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,12). En este amor que va y viene se fundamenta una Iglesia que está llamada a ser comunidad de amigos: “Ya no los llamo servidores… los llamo amigos” (Jn 15,15). ¡Qué diferente puede ser una Iglesia en que nos tomemos esto en serio! Qué extrañas serían en esa Iglesia las diferencias jerárquicas actuales, el lugar secundario de la mujer, los títulos con que nos hemos acostumbrado a tratarnos. Qué diferente sería el ejercicio del poder, la toma de decisiones. Creo que esto es especialmente atractivo para nuestra Iglesia chilena que debe iniciar un camino de -como nos dijeron los obispos en Aparecida- “recomenzar a partir de Cristo” (Aparecida, 12).
A partir de lo expuesto aparece con claridad que no da lo mismo cualquier fruto. Cuánto nos hemos equivocado cuando -como Iglesia- hemos buscado los frutos de prestigio, poder, control, influencia social, seguridad, comodidad, éxito según los criterios del mundo. El fruto verdadero será aquel que comunica alegría, gozo perfecto, vida plena. Porque lo que anunciamos es una buena noticia de salvación