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Domingo 8 de julio

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Ez 2,2-5; 2 Co 12,7-10; Mc 6,1-6

El evangelio nos presenta a Jesús desconocido como mensajero de Dios en su patria, Nazaret. En la 1ª lectura, Ezequiel nos dice que ha sido una constante en Israel, que los profetas sean objeto de incredulidad y de rechazo. San Esteban les va a poder decir a los senadores judíos: «¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres?» (Hch 7,52).

No hay duda alguna que la razón de esta oposición radica en «el contraste entre las aspiraciones inmediatas de la gente y el término lejano hacia el que Dios los quiere llevar» (L. Monloubou). En concreto, a Ezequiel le tocó actuar en el período de una enorme y profunda «mutación» del pueblo de Dios. Ante el derrumbe de la monarquía y la pérdida de la independencia nacional, había que encarar una nueva modalidad de existencia de ese pueblo de Dios: como una comunidad desprovista de poder político y sometida a la dominación extranjera, pero entregada al cumplimiento de la voluntad de Dios y al culto divino. Como dice un autor «ninguna generación de hombres acepta con alegría de corazón estas grandes migraciones interiores que llevan a los grupos humanos, al precio de costosas renuncias, a las nuevas formas reclamadas por el tiempo» (L. Monboulou). De ahí la oposición a los profetas. Y el papel de éstos según Ezequiel, no es el de tener una eficacia inmediata. Lo esencial del profeta es que haya estado presente y haya dejado clavado su mensaje. El recuerdo de esta presencia impertinente y rechazada será un testimonio de «la seriedad de un designio sobre el hombre, distinto del destino al que todo el mundo está acostumbrado» (Id.) La eficacia del profeta es a largo plazo. El judaísmo post-exílico fue la reivindicación de Ezequiel.

El episodio del rechazo de Jesús en Nazaret, su patria, nos revela cuáles son los pretextos que encubren las razones más profundas de la incredulidad frente a su actuación mesiánica («sabiduría» y «milagros»). Lo que se invoca para echar una sombra de sospecha sobre el origen de esa sabiduría y de esos milagros, es la experiencia pasada que «situaba» a Jesús en un papel oscuro y ordinario: el de un carpintero «definido» en sus posibilidades por su parentela aldeana. Jesús no podía ser más que lo que él había sido y que lo que eran sus parientes. Hay, sin duda, mucho de envidia y de resentimiento en esa actitud, pero es igualmente claro que tal actitud sirve para disimular la negativa o resistencia a entrar en las perspectivas trastornadoras del «status quo» planteadas por Jesús en la sinagoga de Nazaret según san Lucas (Lc 4,16-22).

Pero el rechazo de Jesús en Nazaret -símbolo y preludio del rechazo que lo llevaría a la cruz- mostrará en el largo plazo su eficacia, cuando, en la evangelización de los gentiles, la incredulidad de Israel adquiera el carácter de una advertencia profética (Rom 11,17-22)

Retengamos que la Palabra de Dios nos va a llegar siempre a través de hombres pertenecientes a un medio o ambiente determinado, semejante al de los demás hombres de ese ambiente; que siempre nos va a ser posible rechazarla con uno u otro pretexto; que ella siempre nos va a perturbar y a «desestabilizar» de nuestro presente determinado por nuestro pasado para llevarnos a un futuro diferente; que el designio de Dios, transmitido por esa palabra se va a cumplir con o sin nosotros, pero que se nos invita a sumarnos a él. Por eso es que la palabra profética es decisiva para el sentido de nuestras vidas. Estamos llamados a aportar a la insignificancia de la semilla de mostaza.