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Segundo domingo de Pascua

Por José Manuel Borgoño 
Diácono permanente, junto a su esposa, Mónica Undurraga, son delegados episcopales para la familia en la arquidócesis de Santiago

Dios no es, desde luego, definible. Tampoco es posible de abarcar completamente. Ni siquiera parcialmente en un aspecto que pudiéramos definir; si bien tenemos su revelación histórica sublime en Jesucristo, esto no lo agota; pero si hay algo que no podemos dejar de decir de él, es que es misericordioso. Esa virtud que muchas veces nos cuesta tanto a nosotros seguir, especialmente en los tiempos que corren en que las condenas vuelan y es muy fácil dejarse llevar irreflexivamente por ellas.

Hoy la Iglesia nos presenta este texto donde Jesús ya resucitado se encuentra con sus apóstoles (salvo Tomás) que lo reciben con una mezcla de esperanza y alegría que no fue suficiente para trasmitirla y convencer al apóstol que no había estado presente en esa ocasión.

Al llegar la siguiente ocasión con este apóstol presente, Jesús lo misericordia. No lo condena, sino que tiene un gesto que no había tenido en la ocasión anterior con los demás y esto provoca en Tomás un gesto que probablemente, y que trasciende hasta el día de hoy los otros apóstoles, no habrían tenido, como es, el reconocerlo como “Señor mío y Dios mío” es decir reconocerlo en su entera realidad de Dios creador y disponer nuestra vida enteramente para ejecutar la voluntad del Señor.

Jesús no deja de ser misericordioso, al reprocharle a Tomás su incredulidad, “ahora crees porque me viste” (son solo algunos lo que lo han visto); pero mucho más valioso, necesario y destacable en este sentido es, como lo hace Jesucristo indicando, que son los millones de hombres y mujeres, dentro de las cuales esperamos encontrarnos nosotros que creemos sin haber visto al resucitado en persona, pero sí lo hemos reconocido y sentido ingresar a nuestras vidas por medio de los demás hermanos que han tocado nuestro caminar.

El ser misericordioso implica, ante todo, poner nuestro corazón en la miseria del hermano y desde allí empatizar, comprender y perdonar si fuera necesario, pero por sobre todo actuar mitigando su defección, como hace Jesucristo con Tomás (mete tu dedo en la llaga) y en adelante –como a la adúltera- no peques (no seas incrédulo) más .

La misericordia es el signo más auténtico de nuestro encuentro con el resucitado… practiquémosla siempre.