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Tercer domingo de Pascua

Por Beltrán Villegas ss.cc.
Hch 5, 27-32. 40-41; Apoc 5, 11-14; Jn 21,1-19

«¿Me quieres? Tú sabes que te quiero. ¡Sígueme!». En este diálogo se expresa lo más medular y propio del cristianismo: no es cuestión de «costumbres», de ritos, de creencias, o de valores, sino de relación personal con Jesús: relación que supone que Jesús está vivo hoy ofreciéndonos su amistad y pidiéndonos la nuestra. Tomar conciencia de esto nos deja en claro la insuficiencia de un «cristianismo folklórico» (centrado en la observancia de ciertas costumbres tradicionales, como la abstinencia de carne y consumo de pescados y mariscos en Semana Santa), o de un «cristianismo sacramentalista» (centrado en la frecuentación del culto ritual como la Misa), de un «cristianismo ideológico» (centrado en unos valores cristianos abstractos), e incluso de una mera «ortodoxia cristiana» (centrada en el asentimiento intelectual a los «artículos de la fe» o «dogmas de la Iglesia»). Si no hay una relación de «enamoramiento» con Jesús, el Crucificado resucitado, nada vale ni tiene sentido. Y esa relación es rigurosamente personal, surgida de una interpelación de Jesús a cada uno, con su nombre y apellido: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» y la respuesta «Tú sabes que te quiero» solo es verdadera cuando se acepta el llamado de Jesús: «¡Sígueme!»; es decir: ven en busca mía por mi mismo camino, poniendo tus pies en la huella de los míos, sin espantarte de que de repente tengas que ir donde no quieras.

El camino de Jesús fue el anunciar y vivir la buena noticia de la cercanía de Dios ofrecida a todos, empezando por los marginados y los pecadores, y de ser fiel a su misión y tarea incluso cuando a causa de ella lo rechazaron y lo condenaron a muerte.

Y siguiendo a Jesús de esta manera nos muestra la 1ª Lectura a Pedro junto con los otros apóstoles: «llenando toda Jerusalén» con el evangelio de Jesús, viéndose «azotado por las autoridades judías», y «saliendo de la presencia de las autoridades muy contento porque Dios le había permitido sufrir injurias por causa del nombre de Jesús».

Creo que esto nos obliga a preguntarnos si es real nuestro amor a Jesús, o – lo que es lo mismo- hasta qué punto somos sus «seguidores». Me parece que esta pregunta se desdobla en dos:

  • ¿Nos sentimos de veras portadores y responsables del Evangelio de Jesús, realmente preocupados de que todos los que sufren puedan descubrir ese Evangelio como una buena noticia para ellos? No se trata de salir a predicar, sino de trasmitir -de contagiar- nuestra experiencia del Evangelio como buena noticia para nosotros, y ello en forma de una conversación íntima y sin publicidad.
  • ¿Es legítimo que todo lo condicionemos a una preocupación por nuestra tranquilidad y por no vernos envueltos en complicaciones o compromisos imprevisibles o indeseables? ¿Es solo a Pedro a quien se le dice que seguir a Jesús puede incluir el tener que «ir a donde no quiere»?

Vemos, pues, que todo se reduce a ese diálogo esencial: «¿Me quieres? Tú sabes que te quiero. ¿Sígueme!».