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Domingo de Pentecostés

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Hch 2,1-11; Rom 8,8-17; Jn 14,15-16.23-26

En este día en que celebramos la irrupción del Espíritu sobre la primera comunidad cristiana en medio de un viento fuerte, puede ser oportuno señalar que la palabra hebrea que está detrás de «espíritu» significa «viento» y sobre todo «aliento»; es decir, designa esa realidad invisible que es principio de fenómenos visibles, y que, por su invisibilidad e inasibilidad, es una buena imagen de la acción trascendente de Dios.

Poéticamente, en el A.T. se vinculaba de modo especial la vida con Dios a través de una audaz interpretación de la respiración de los vivientes como manifestación del «aliento» de Dios: cuando un viviente inhalaba era porque Dios exhalaba su aliento, y cuando este inhalaba aquellos exhalaban.

Con mayor profundidad, el N.T. pone en relación la vida cristiana con el Espíritu de Dios actuando, en la Iglesia y en cada uno de los fieles, como su principio invisible pero eficaz. De manera más concreta, el N.T. considera al Espíritu Santo como el principio de la experiencia específicamente cristiana: de esa experiencia del resucitado presente y activo en la Iglesia y en los fieles, sin la cual es imposible dar testimonio de Cristo. Solo cuando lo aprendido u oído en la enseñanza religiosa o en la catequesis se transforma en una especie de evidencia y comenzamos a comprender su sentido y alcance y a tomarle el peso como realidad (y no como una fórmula conceptual), solo entonces comienza a desplegarse en nosotros una vida nueva, es decir, una capacidad nueva de decisión, de compromiso, de entusiasmo lúcido y sólido, de coherencia, de profundidad existencial.

La experiencia del crucificado presente vivo hoy con nosotros conlleva la conciencia del amor sin límites de Dios por los hombres, que lo llevó a entregar a su hijo solidarizando con la causa de una humanidad caída. Y la conciencia de ser gratuitamente amados por Dios en Cristo no puede no desembocar en un gozo agradecido e irradiante y en un afán por difundir la buena noticia de ese amor y por lograr que «el amor sea amado».

A través de aquella experiencia básica, el Espíritu nos induce a vivir como hijos, capaces -como Cristo y en Cristo- de llamar a Dios «Abbá» de abrazar filialmente la voluntad de nuestro padre y de cumplirla libremente y no como esclavos de una manera impersonal.

Al impregnarnos con la conciencia de ser amados por Dios, el Espíritu nos lleva a superar nuestro egoísmo instintivo, y a crear espacios de gratuidad donde no rija la estimación de «costo-beneficios», donde la comunión interpersonal y el espíritu de servicio desinteresado puedan desplegarse. Por lo mismo, el Espíritu de Dios nos mueve a buscar la unidad de la Iglesia no solo en la diversidad, sino a través de la diversidad vista como enriquecimiento para todos.

Cuando hablamos de la acción del Espíritu Santo no estamos hablando de magia ni de algún fluido que actúe fuera de nosotros. Es una posibilidad divina que se nos da a todos con la sola condición de desear sinceramente ser introducidos por intervención suya, y a través de una experiencia personal, en ese mundo de la fe, que no es un mundo distinto, sino la dimensión más profunda de nuestro mundo.