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Domingo 10 de noviembre

Por Sergio Silva ss.cc.

Primera lectura: 2° libro de los Macabeos 7,1-2 y 7-14. Evangelio: Lc 20,27-38

Nos acercamos ya al final del año litúrgico –este domingo es el antepenúltimo– y resuenan en los textos los ecos del fin de la persona humana, su muerte y su resurrección.

La primera lectura está tomada del 2° libro de los Macabeos, un escrito de finales del período del Antiguo Testamento. En él nos encontramos con una clara afirmación de la fe en la resurrección, que aquí se fundamenta en el poder creador de Dios: si Él creó mi vida, Él también me la puede volver a dar después de mi muerte.

En el evangelio de este domingo, Jesús afirma también la fe en la resurrección, contra la descreencia de los saduceos. El argumento que ellos esgrimen se basa en un caso hipotético, en que siete hermanos van cumpliendo la ley que los obliga a ser solidarios con su hermano que ha fallecido sin tener hijos: uno tras otro se casan con la viuda, para que el primer hijo varón que nazca sea del hermano difunto. Esta ley se encuentra en el libro del Deuteronomio (Dt 25,1-10); la justificación que ahí se da es la de perpetuar el nombre del que ha muerto sin hijos, de manera que su nombre no se borre de Israel. Esta ley se suele llamar la ley del “levirato”, una palabra derivada del latín “levir”, que significa cuñado. El argumento de los saduceos pone en acción a siete hermanos. Se trata no sólo de un número grande, sino también simbólico: en Israel, el 7 es el símbolo de la plenitud. Dicho sin símbolo: la familia ha hecho absolutamente todo lo que podía por el hermano difunto.

El problema del argumento es que supone que las relaciones y condiciones que se dan en nuestra experiencia humana terrestre se mantienen en el mundo nuevo de la resurrección, que es el mundo de Dios. Si los siete hermanos tuvieron a la mujer por esposa, ¿de cuál de los siete va a ser esposa en la resurrección? Esto supone algo obvio en Israel: el varón puede tener varias esposas, pero la mujer sólo puede ser esposa de un varón.

Jesús, en cambio, se mueve ya en el mundo de Dios, que “no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven” (Lc 20,38). Y argumenta a partir de una lectura adecuada del pasaje de la Escritura en que Dios se aparece a Moisés en la zarza que arde sin quemarse, y se le presenta como “el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob” (una cita del libro del Éxodo, 3,6).

En los lugares paralelos de Mateo y Marcos, antes de dar Jesús este argumento, les hace ver a los saduceos que “están en un error por no comprender las Escrituras ni el poder de Dios” (Mt 22,29 y Mc 12,24).

¿Qué palabra de Dios podemos escuchar en este texto para nosotros, hoy? Entre las muchas posibles, señalo dos.

En el inescrutable poder de Su amor, Dios nos promete la resurrección, que no es una mera prolongación de nuestra vida humana tal como la conocemos, sino una vida nueva en el mundo de Dios. Seguimos siendo nosotros, pero transfigurados por el amor de Dios. Por supuesto que no tenemos cómo imaginar esa nueva condición. Pero sí podemos ayudarnos a comprender que no la podemos imaginar; lo que, de paso, nos fortalece para creer en la promesa, sin comprender cómo puede Dios realizarla. A mí me ayuda la comparación con nuestro nacimiento. Dentro del vientre de la madre hemos tenido todo, y sin ningún esfuerzo. Si pudiéramos conversar con un ser humano en gestación para proponerle una vida en una nueva condición que él no puede imaginar –la condición del ser humano ya nacido–, no podríamos convencerlo porque no nos comprendería. Pero nosotros, los ya nacidos, sabemos que vale la pena nacer y dejar la condición intra uterina.

En segundo lugar, el texto del evangelio nos hace ver que, para creer en Jesús y en el mundo nuevo que nos propone, tenemos a mano las escrituras. No solo el Nuevo Testamento sino también su trasfondo, el Antiguo, sin el cual no se comprende cabalmente el Nuevo: ni en los que toma de él y lleva a plenitud (Jesús, como afirma Pablo, es el sí de todas las promesas de Dios), ni en lo que le corrige y convierte en caduco, en pura letra. De ahí, la imperiosa necesidad de que todos en la iglesia no solo leamos asiduamente la Escritura (como ha pedido con fuerza el concilio Vaticano II), sino que la estudiemos sin descanso, como ha propuesto el papa Francisco (Evangelii gaudium 175).