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Primer Domingo de Cuaresma 2020

Gn 2,7-9.3,1-7; Rom 5,12-19; Mt 4,1-11

El miércoles pasado, miércoles de ceniza, dimos comienzo a la Cuaresma. Me gusta pensar este tiempo litúrgico como una oportunidad. Creo que esa palabra es fundamental. Tenemos una nueva oportunidad de revisar lo que sea necesario revisar, hacer algún cambio, intentar algo diferente e ir caminando hacia la conversión. Pero ¿Qué significa convertirse? El Papa Francisco en una de sus homilías sostuvo que para convertirse es necesario “Hacer el bien. La suciedad del corazón se quita con el “hacer”. Tomando un camino distinto, otro camino que nos sea el del mal. Y ¿Cómo hago el bien? Es simple: busquen la justicia, socorran al oprimido, brinden justicia al huérfano y a la viuda. Hagan justicia, vayan donde están las llagas de la humanidad, donde hay tanto dolor… De este modo, haciendo el bien, lavarás tu corazón”. La propuesta del Santo Padre es sencilla pero radical al mismo tiempo. Sería bueno preguntarse de qué modo concreto aprovecharé esta nueva oportunidad, este nuevo tiempo de Cuaresma para intentar caminar hacia la conversión.

En este primer domingo la liturgia nos ofrece un Evangelio muy potente en el que “Jesús fue conducido por el espíritu al desierto para ser tentado por el demonio” (Cf. Mat. 4, 1-2). Me preguntaba por qué fue el mismo espíritu quien condujo a Jesús al desierto para que fuese tentado. Por supuesto que no tengo la respuesta a esa pregunta; pero pensé que tal vez fue necesario para Jesús al inicio de su misión, mirarse a sí mismo y ver cuáles serían las tentaciones que le impedirían llevarla a cabo. Por eso, pasó cuarenta días en el desierto ayunando y orando para prepararse para su gran opción: aceptar ser Mesías.

Acá creo que hay dos claves bien significativas: antes de comenzar algo importante es necesario retirarse a orar y ayunar. Irse al desierto. ¡Esto es algo que nos cuesta tanto hoy en día! Al menos a mí. Vivimos en medio de ruidos y apuros de todo tipo que nos impiden detenernos, hacer silencio, estar solas o solos, irnos al desierto. Y también ayunar. Ésta es una práctica que nos suena un poco rara tal vez; pero sería interesante pensar de qué cosas tenemos que ayunar. Tal vez no sea sólo de algún alimento en particular; sino de los comentarios maliciosos sobre otras personas, de las violencias cotidianas, de la omisión antes las injusticias que ocurren diariamente a nuestro alrededor, de la impaciencia, de los miedos que nos paralizan. En segundo lugar, no deja de conmoverme la valentía de Jesús. Supongo que cualquiera sabría que irse al desierto no sería precisamente una fiesta de alegría y buenos momentos, sin embargo, él es valiente y obediente. Esas son dos virtudes hermosas que también están bastante perdidas hoy en día. Jesús sabe que es necesario retirase, atravesar el desierto, ser tentado. ¿Para qué? Tampoco tengo la respuesta a esa pregunta; pero intuyo que para hacerse más fuerte y para prepararse. Antes de emprender un camino nuevo, de tomar una decisión importante, necesitamos un poco de desierto que nos permita sentir esa sed, esa ausencia, esa soledad fecunda que muchas veces es respuesta o nos abre a nuevas preguntas. Un poeta francés del siglo XX, Antonin Artaud, dijo una vez “La vida consiste en arder en preguntas” y también otro poeta alemán Rainer María Rilke en uno de sus textos nos invita a “amar las preguntas”. No les temamos entonces a los cuestionamientos. Temámosle mejor a su ausencia que podría ser más bien signo de quietud o de conformismo.

El demonio tienta a Jesús con tres debilidades que son muy humanas:  el apego a lo material, la soberbia y el poder. “No sólo de pan vive el hombre” (Cf. Mt 4, 4-5) y yo agregaría que las mujeres tampoco vivimos sólo de pan. ¡Y esto es tan verdadero! Veo muchas personas sedientas de sentido. Llenas de objetos, de posesiones, y vacías de espíritu y las veo tan infelices. Jóvenes y adultos, de condiciones sociales diversas. Muchas personas estamos apegadas a lo material, no sólo los ricos o millonarios. ¡Y eso es una trampa tan bien armada! porque el mundo en el que vivimos intenta seducirnos todo el tiempo con promesas falsas y vacías de felicidades efímeras que finalmente nos terminan dejando insatisfechas y tristes.

El demonio tienta luego a Jesús con el pecado de la soberbia. Siempre pienso que ésta desnuda nuestra fragilidad más profunda. Cuando nos dejamos llevar por la arrogancia lo único que demostramos es que nos sentimos inseguras, que tenemos miedo de que nos vean débiles, incompletas, insuficientes. Si pudiéramos entender cuánta ama Dios este barro imperfecto que somos no sentiríamos la necesidad de querer ser más que nadie; nos amaríamos así tal cual somos; abrazaríamos la belleza que tiene lo humano. Esa es una hermosa tarea para emprender en esta Cuaresma. Intentar liberarnos de la soberbia, revestirnos de humildad y sencillez.

Por último, el demonio tienta a Jesús con el deseo de poder. Un pensador francés del siglo XX, Michael Foucault, decía que todas las personas vivimos atravesadas por relaciones de poder. En la familia, entre padres, madres e hijos o hijas, en el noviazgo, en la amistad y también en las Instituciones. Todas están construidas a partir de relaciones de poder: la Escuela, el Estado, la Iglesia. Y el poder puede ser utilizado para hacer daño o para liberar. No será difícil saber cuál de esas opciones es a la que nos invita Jesús. Si hemos tenido la fortuna o el destino de encontrarnos en un lugar de poder, por ejemplo, ser madres o padres, ser docentes, ser sacerdotes es indispensable que ese poder sea el poder del amor, la fuerza imparable del amor, cuya misión es liberar, ser instrumento de liberación y de felicidad. En estos tiempos en los que vivimos sumidas en situaciones de violencia, en el que muchas personas sufren pobreza, desigualdad, discriminación, falta de oportunidades, depresión, entre tantas otras cosas, es necesario que llevemos adelante como cristianas y cristianos una revolución de amor. Ése es el poder más grande que tenemos y debe ser una opción radical y absoluta. No podemos tener tibiezas en este sentido. Es necesario que esta revolución de amor no sea sólo una consigna romántica o que quede bien decir, sino que sea en verdad una opción diaria en cada lugar en el que nos encontremos, con cada persona que se nos cruce en el camino. No hay poder más grande que ése. Sólo el amor libera y dignifica. “Sólo el amor convierte en milagro el barro”.

También pienso que como Iglesia es indispensable que hagamos una verdadera autocrítica hacia nuestro interior. ¿Cómo vivimos las relaciones de poder que se dan en nuestras comunidades? ¿De qué modo utilizamos el mucho o poco poder que se nos ha encomendado? ¿Ese poder libera o subyuga? Es necesario y sobre todo cristiano, evangélico que siempre tengamos “fijos los ojos en Jesús”, que aprendamos del modo de Jesús, el Todopoderoso que se hizo el más humilde. Muchas veces somos responsables de que se perpetúen vínculos de poder que dañan a toda la comunidad. ¡En cuántas oportunidades las laicas y los laicos insistimos en las prácticas clericalistas, en poner en por encima a unos de otros! Es imprescindible que revisemos estas actitudes siempre a la luz del Evangelio para buscar en nuestros ámbitos eclesiales la conversión que se necesita.

Pidámosle a Jesús que Él nos acompañe en este tiempo de Cuaresma que se inicia para que de su mano y teniendo sus sentimientos (“Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús” Flp 2, 5) avancemos hacia la instauración definitiva aquí en la tierra del Reino de Dios y su justicia.