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Gabriel Horn: “Me gusta alegrar con lo bello”

Hoy por hoy, a 48 años de su “nacimiento”, la cruz de los Sagrados Corazones identifica a sus religiosos y religiosas, a sus laicas y laicos, a sus alumnos de colegios, a la gran familia de la congregación. Conversamos con quien la ideó, la dibujó y le dio forma en una madera despreciada de valor económico y que sólo sirve para hacer fuego. De un simple leño surgió la esperanza, comenta.

En junio próximo, Gabriel Horn Feja, cumplirá 40 años de sacerdote, y en agosto, 70 de edad. Tiene tanto respeto por los artistas como sus padres, que él solo se declara un artesano que aprendió viendo. Sin embargo, todos y todas quienes lo conocen, admiran su talento y su arte. Él asegura que es, ante todo, un cura, y un cura que lo ha pasado bien.

Su padre, Peter Horn Werner, un reconocido escultor de arte religioso, nació en Munich (Alemania). Siendo niño sufrió la Primera Guerra Mundial. A los 25 años vino a Chile en 1932 y entre sus obras destaca el Cristo en madera de pino, en Rinconada de Silva, en el valle de Aconcagua, y el alhajamiento y restauración de la Capilla del Cerro San Cristóbal de Santiago. En Osorno realizó esculturas para el Liceo Alemán y la Iglesia Luterana de la zona. Como estaba enamorado, volvió a Europa en 1939, pero fue reclutado por el ejército alemán cuando comenzaba la Segunda Guerra Mundial. Cayó prisionero en el campo de concentración de Auschwitz. Durante el tiempo en que estuvo confinado se dedicó a tallar figuras de ajedrez, desnudos en miniatura de corte neoclásico, medallones y camafeos en huesos de caballo. Terminada la guerra, con su amada, Malerin Josefine Feja, de nacionalidad austríaca, se instaló en Chile. De este matrimonio nacieron siete hijos, uno de ellos, Gabriel, en 1952.

— Con esta experiencia tan cercana de dos guerras mundiales, ¿qué significa la guerra para ti?

— Mucho dolor y en general toda violencia causa mucho dolor. Yo veía a mi padre llorar cuando contaba sus historias. En Chile, mi papá trabajó toda la vida de escultor y jamás tuvo contrato de nada. Yo veía que pasaban meses, años sin vender nada pero nunca nos faltó algo. Teníamos un estilo humilde. Hay cosas superfluas que yo nunca conocí y que me daba risa cuando veía a mis compañeros hablar de tocadiscos o de tele. Jamás tuvimos televisión. Yo le compré un televisor a mi madre cuando entré a la congregación para que no me extrañara tanto (risas). Pero máquinas para trabajar la madera… siempre las tenía mi padre. Teníamos lo que era necesario y por eso éramos un poco libres.

LEGADO

— ¿Qué recibes del arte de tus padres?

— Creo que ambos me ayudaron mucho. Primero, la experiencia de la guerra que ellos tenían, que les hacía valorar la vida y a cada ser humano. Mi mamá, por ejemplo, no aguantaba ver gente cargando leña como se vía antes. Y no lo aguantaba porque ella se crió así, cargando leña. Entonces, sin querer, aprendí a ver en el arte la humanidad, la dignidad del ser humano. También, mi padre, que tuvo una infancia muy difícil, tenía una sensibilidad muy fina con la mujer. Si tú ves las cosas de mi papá siempre son muy maternas, muy tiernas. Y me educaba todo el tiempo. —Mira esto. Fíjate en esto. Mira, mira, mira. Mira esa piedra. Mira ese pájaro—. Por eso me pasa que aprendí muchísimo mirando y que uno no se da cuenta. Siempre digo yo robo con los ojos. Todas las cosas que he aprendido a hacer: mecánica, construcción, gasfitería, todo eso… yo lo hago gracias a que mi padre que me hizo mirar y porque me decía: —tú todo lo puedes hacer—.

— ¿Las personas hemos ido perdiendo esa sensibilidad?

— Yo creo que está. Lo que pasa es que veo que hay gente que pasa por encima de lo que le rodea sin darse cuenta. Pero quizás no se ha perdido y se percibe con otros ojos, de otro modo que es propio de cada momento de la historia. Quizás yo no lo puedo valorar y no lo veo.

— ¿Te refieres a los jóvenes?

— Me cuesta mucho entender cuestiones de los jóvenes pero creo que en el fondo hay otro modo de ver la humanidad y no podemos juzgar como bueno o malo. Tendría más respeto a eso aunque a veces me da asco. Pero uno debería tener capacidad de ver lo distinto. Pero siento que no hay conciencia de que las cosas cuestan y que las relaciones humanas son una historia. Ahí, estamos medios flacos pero tienen otra forma y lo que necesito es entender… Pero me cuesta… además, hoy es fácil destruir… si un matrimonio no funciona, bueno se hace otro. Me cargan esas cosas, sobre todo eso que dicen los jóvenes que —es mi vida—. Pero esos mismos jóvenes son capaces de salir a la calle a pelear, a buscar nuevos caminos. Por eso digo que es uno el que está equivocado porque uno no entiende cosas que tienen lo jóvenes, que tienen otro vocabulario y que resulta muy difícil de juzgar.

— ¿Por qué te hiciste sacerdote?

— En mi casa éramos muy religiosos. Mi padre era artista de arte religioso y a él le interesaba transmitir la fe, la persona de Jesucristo, a través del arte. Así, sentí de muy niño, que Jesucristo era el patrón de mi papá. Él nos llevaba todos los domingos a misa pero después, cuando llegábamos a casa, en la cocina —porque todos cocinábamos el domingo para que descansara mi madre— él nos hablaba y criticaba mucho al cura y su homilía. —Cómo puede decir esto si el evangelio dice esto otro— o —cómo se le ocurrió hablar de esto— nos decía. Entonces yo sentí que en mi niñez mi padre me transmitió mucho la Palabra de Jesucristo, el Evangelio muy de cerca, me fue mostrando caminos y desde muy chico pensé ser cura sin saber mucho en qué consistía.

«Mi hermano era monaguillo y yo participaba en la comunidad cristiana, iba siempre a misa, estaba muy atento, pero siempre parado atrás. Y con este espíritu crítico, un día, el cura predicó sobre las bienaventuranzas y dijo tantas…, que sentí internamente: bueno, hazlo tú, entonces (risas). Ese fue el primer momento de pensar que podía ser cura».

— ¿Mirando hacia atrás, las críticas que hacía tu padre al cura, podrían ser también críticas a ti hoy, como cura?

— Sí, claro. Uno se mete en una institución que tiene ciertas cuadraturas y el artista es libre. A mi casa llegaban los obispos mostrando sus anillos. Mi padre, con sus manos de carpintero, al saludarlos se los sacaba (risas). Lo hacía a propósito. Pero… claro, uno sin querer también se mete en ser rígido en algunas cosas y empieza a entender otras.

ARTESANO

— ¿Qué eres más: artista o cura?

— No, no, yo soy cura. No soy artista. Soy un poco artesano. Me gusta todo el trabajo manual. Yo gozo arreglando tanto un baño como haciendo un trabajo en piedra o tratando de tallar. Me gusta alegrar con lo bello. Mi padre sí era artista. Sin más hacía un retrato de alguien que llegaba a casa. Tiempo atrás intentamos armar un museo y nos encontramos con la cara de una monja que nos había visitado. Ahora, claro, son cosas que quedan adentro y sin darse cuenta uno copia o le brotan.

«No soy artista pero gozo cuando tomo un material y lo puedo transformar; siempre me imagino cómo lo podría transformar. En la casa me reclaman que tenemos una gran colección de cucharas de palo. Lo que pasa es que voy por la playa y veo un pedazo de palo… luego lo hago cuchara con el cortaplumas. Pero hay más cucharas de palo en las casas de los vecinos a quienes he regalado. Me gusta transformar la materia sin romperla porque lo que está aparentemente muerto puede tener vida. Creo que el arte es revelar algo que está ahí adentro, en esa piedra, en ese madero. Y eso es bonito. También me hace bien».

— En la relación con tu comunidad ¿qué tipo de artesano eres?

— Mira, a mí me importa mucho caminar juntos. Caminar juntos y darnos cuenta que si ponemos una palanca acá, entre dos o tres personas podemos ayudar para mover algo. Me siento siempre así, como caminante con otro. O estar sentado con otro. En mi vida muchas veces he estado sentado en bancos con otras personas. Me ha tocado estar con mucha gente que quiere hablar. Y en ello he aprendido que uno sí puede hacerse cercano, aunque no entendamos el idioma.

«Me acuerdo muy bien en el Perú, un hombre aymara. Yo todavía no sabía nada de aymara. Caminando llegamos a un río que había que cruzar pero venía con mucha agua por las lluvias. Había que esperar que bajara. Estuvimos los dos sentados ahí cuatro horas. Por supuesto, nos saludamos y mirábamos el agua como bajaba. Para eso poníamos unas marquitas que servían para calcular. Nuestro intercambio de palabras era que estaba lloviendo o que está saliendo el sol. No daba para más nuestro vocabulario común. Era una cosa muy, muy simple.

«Bueno, con ese hombre me encontré un par de años después, en la feria de San Juan del Oro, en Perú, que era una fiesta religiosa. Estaba comprando y cuando me ve, me saluda con afecto. Él estaba con un poco más de castellano y yo con un poco más de aymara. Nos pusimos a conversar y él me dijo: —¡qué bien lo pasamos juntos! ¿Se acuerda?—. Siento que por ahí va mi camino de artesano, junto con otros. A veces es muy poco lo que uno tiene que hacer. Solo estar, juntos. También se aplica para los jóvenes. Hay que estar con ellos, a lo mejor sin entenderlos, puede ser que hablen otro idioma, pero hay que estar juntos».

— Has estado en el valle central, en el sur y ahora en el norte del país. ¿Qué te dicen sus paisajes?

— Cada lugar tiene su encanto. ¡Es fantástico! Todo lugar donde vive un ser humano puede ser y es profundamente hermoso, tiene su hermosura porque es habitable. No sé si en Marte me gustaría estar (risas). Ahora, el norte es fantástico, es el paisaje en la tierra, en la gente, en la forma de ser de la gente. Las distancias, la libertad, no existen los cercos, no hay límites. En el sur de Chile todo es con cercos. Desde muy niño me gustó subir los cerros y conozco de memoria toda la cordillera central. Y lo que más me gusta es que no hay cerco. No hay propiedad privada. Uno puede caminar de cualquier lado.

VOCACIÓN

— ¿Por qué ingresaste a los Sagrados Corazones?

— Por sentir esta congregación más cercana de la gente, más humana. Más normal entre comillas—. Hace una pausa y continúa: «En realidad yo entré a la congregación por casualidad. Estudiaba ingeniería y cuando vino el golpe militar fue un golpe muy grande para mí. Gente presa, gente asesinada. Y yo que siempre quise ser cura. De repente aparece esta iglesia que comenzaba a luchar por la vida y los derechos humanos. Y dije: ya me voy de cura. Entré a la pastoral para hablar con un sacerdote y con el primero que me encontré fue con José Vicente Odriozola, quien me invitó a conocer el postulantado que estaba en Victoria 383. Había varios hermanos y estudiantes. Ninguno de los que estaban ahí, se quedó. Celebramos la misa con una marraqueta y el cura con pura estola, y sentados. Nada de pararse, sentarse, arrodillarse… Eso me quedó, y hoy estoy muy contento de estar en la Congregación de los Sagrados Corazones y para nada arrepentido aunque el camino haya sido así medio culebrero.

— ¿Y que te ha hecho perseverar en la vida religiosa?

— Voy a cumplir pronto 40 años de cura, y para esto siempre hay que tener pequeños momentos en que uno pueda decir esto vale la pena. Una oración que hago mucho es: que no pierda la fe. Sobre todo en estos últimos años muy duros, con la crisis de la Iglesia. Además, otros hacen sentir que uno está metido en estas cosas. Y por eso uno se cuestiona. Pero diría que es por la gracia de Dios. Porque la he pasado bien, he tenido la suerte de tener hermosas comunidades donde vivir. La primera comunidad de cura fue en Ocho Poniente donde lo pasé muy bien. De ahí me fui a Perú por un año. ¡Excelente! Después volví y fui a la casa de formación por un año (risas), la gocé también. Después en La Unión. Al Perú de nuevo. Gozando con curas franceses, chilenos… Mi vida religiosa y de cura no ha sido triste. Ha habido momentos difíciles y de cuestionamientos, como la lentitud de la Iglesia para hacer las cosas. Me encantaría que todo fuese más sencillo y que haya sacerdotes casados o que haya mujeres sacerdotes. Todas esas cosas yo las sueño. Y me da mucha pena que estamos tan lejos de una iglesia más sencilla, con menos parafernalia. Pero bueno. Si uno quiere comer cosas ricas, también hay que saber que hay.

HERMANOS

— ¿Quién te ha marcado?

— Yo diría que el ejemplo de algunos hermanos como Cristian Llona, Pablo Fontaine. Ellos me han dejado una impronta importante. También gente laica que me han marcado con su fe.

— ¿Y el padre Esteban Gumucio?

— Me tocó vivir dos veces con él y con Tomás Campos. Tengo buen recuerdo de ambos. Una vez le reclamé a Esteban porque había un borrachito que le pedía limosna y le contaba su historia y él se conmovía y le pasaba plata. Y un día le dije: —si este te está inventando todos los días una historia—. Y ahí me contestó bien bonito: —Mira, ¿sabís que más? yo prefiero equivocarme pero no dejar de ayudar a alguien que a lo mejor sí lo necesita (risas)—. ¡Cagué!

«Después, en La Unión, él se confesaba conmigo aunque yo era el cura más joven de la comunidad. Eso me llamó mucho la atención. Su sencillez y constancia para confesarse todos los meses. Cosa que nunca aprendí.

«Sí aprendí de sus relaciones humanas sencillas y de sus locuras como artista, porque Esteban sí era artista, artista en la pastoral, en la forma en que inventaba actividades con los niños. Recuerdo que para el día de San José, dijo: —¿y qué hago ahora? Llamó a los niños a una misa para las cuatro de la tarde. Sacó a San José de la iglesia e hizo una procesión por la plaza. Ahí lo ví cargando al santo en el hombro. Las cosas que inventaba yo las encontraba geniales. Siempre buscando caminos de reconciliación, de no pelea».

CORAZÓN DE ESPINO

— ¿Cómo inventaste la cruz de los Sagrados Corazones?

— Esta cruz nació en 1974. Porque hay que decir así: nació. Terminaba el primer año de postulantado y uno tenía que hacer una promesa. El padre José Vicente nos regaló una cruz como signo de esa promesa. Era grande y pesada, de plomo. Era una cruz así cuadrada que se parecía a la de san Damiano, que tiene el cuerpo adentro como en relieve. Al otro día de la promesa, le dije a José Vicente: —¿tú quieres que llevemos esta cruz como signo de la promesa? —Si claro—, me respondió. Y le dije: —Yo no me imagino llevando siempre esta cruz. ¿Por qué no hacemos una crucecita distinta, de madera o algo así?—Ah, si, hazla—, me dijo. Y a mí se me ocurrió que como éramos Sagrados Corazones y conocía bien la madera roja del corazón del espino, que es firme, dura como piedra, además, es de nuestra tierra, de la zona central, escogí esa madera.

«Saqué unas lonjas de corazón de espino, y dibujamos más o menos esta cruz. Pero esto tiene cosas prácticas. Esta cruz si se hace como todas y de un solo pedazo, se quiebra, porque queda débil. Pero como quería, por tozudez mía, mantener la idea de hacerla de solo una pieza, se me ocurrió darle esta forma, más ancha en el centro para tener más resistencia. Además, el corazón del espino realmente aguanta muy bien. Creo que hay muy pocas cruces que se han quebrado con el tiempo».

— ¿Cuál es el sentido de la forma que diste a la cruz?

— Como vivíamos en el año 1974, un tiempo muy difícil en Chile, pensé en una cruz que tuviera algo de esperanza, es decir, en un símbolo que nos levantara un poquito para arriba y que tuviera los sagrados corazones grabados a fuego.

«La primera cruz fue estudiada y dibujada pero se me perdió el dibujo. Y las que han seguido varían un poquito aunque así es más bonito. Esta cruz también tiene algo de las cruces que hacía mi papá, que son cosas que a uno le van quedando adentro, que no sabe exactamente qué es pero afloran.

«La cruz le gustó a los hermanos y pasé los primeros años haciendo muchas cruces. Luego me pidieron de Ecuador y hasta las hermanas adoptaron la forma y la hacen de plata peruana. Ahora la hacen hasta con máquina y molde como esta (ver foto).

«El espino es una madera que casi no se cotiza porque solo sirve para hacer carbón, nada más. Pero su corazón es tan hermoso, es rojo sangre», concluye.  /  APN