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Domingo 17 de junio

Por Alberto Toutin ss.cc.

Ez 17,22-24; Sal 91, 7-16; 2 Co 5,6-10; Mc 4,26-34

“Pensando en nuestra Iglesia, creo que la humillación que estamos atravesando, necesitamos atravesarla juntos sin resistencias ni justificaciones precipitadas que nos impidan reconocer que no hemos hecho bien las cosas, que hemos sido indiferentes a nuestros hermanos más pobres, que pastores y fieles no nos hemos acompañados fiel y críticamente”.

Es consolador ver a Dios en acción, que para decirnos quién es, nos lo dice por lo que él hace o quiere hacer por nosotros.

El profeta Ezequiel a través de la imagen de un podador nos dice lo que Dios quiere hacer con su pueblo. Él quiere hacer cosas nuevas. Del árbol viejo él tomará las hojas nuevas de verdor primaveral, para plantarlo en una montaña elevada. En ese gesto simple, de ese vástago, Dios hará surgir un árbol en el que toda clase de aves encontrarán cobijo. Y también la comunidad creyente, descubrirá el modo reparador que Dios tiene de actuar a favor de su pueblo: “Yo Yahveh humillo al árbol elevado y alzo el árbol humillado. Hago secarse el árbol verde y reverdecer el árbol seco”. Un mensaje fuerte para su pueblo. Este pueblo puede hacer valer ningún privilegio. A lo más disponerse a dejarse renovar por lo que Dios quiera hacer con él. Para disponerse a ello, la mirada de Dios no se fija en el árbol verde o elevado, sino las hojas tiernas y sencillas que contienen la savia de un árbol nuevo. En esta lógica lo único que cabe es reconocerse un árbol humillado y viejo, para dejarse entonces renovar por la acción “podadora” de Dios. Pensando en nuestra Iglesia, creo que la humillación que estamos atravesando, necesitamos atravesarla juntos sin resistencias ni justificaciones precipitadas que nos impidan reconocer que no hemos hecho bien las cosas, que hemos sido indiferentes a nuestros hermanos más pobres, que pastores y fieles no nos hemos acompañados fiel y críticamente. No hay crecimiento sin dejar atrás esquemas antiguados, prácticas mortecinas, estilos altaneros de situarnos ante los que no “están en regla” o piensan diversamente de nosotros… Del árbol viejo y humillado, Dios puede hacer un árbol nuevo y acogedor para todos.

El evangelio, nos ofrece otra clave interesante para nuestra vida cristiana y para nuestra Iglesia. Dos imágenes con las que Jesús nos dice cómo se manifiesta la acción soberana de Dios cuando reina en medio nuestro. La semilla que crece por sí sola sin que el hombre sepa cómo, y luego de la semilla más pequeña crece y surge un árbol en el que las aves del cielo encuentran cobijo. Jesús quiere llamar la atención acerca del modo cómo Dios hace crecer su obra, un trabajo a menudo subterráneo, discreto e infatigable. Eso supone los tiempos de maduración y crecimiento, en que parece que no hay cambios, que no pasa nada, pero allí precisamente se está desplegando la acción de Dios, muchas veces sin saber cómo. Y luego, pone ese otro criterio: en lo pequeño e insignificante está ya potencialmente contenido lo grande. Creo que esos dos criterios nos pueden ayudar a atravesar juntos esta crisis eclesial. Necesitamos que la semilla de verdad, de decirnos lo que nos ha pasado como institución, asumiendo personal y solidariamente las responsabilidades, necesita un tiempo de maduración, de crecimiento, en cada uno de nosotros, en las comunidades cristianas, sabiéndonos esperar unos a otros. Y los cambios que sean necesarios, a nivel institucional, de los pastores, de los fieles, pasarán por el coraje y de lucidez de lo pequeño, del primer paso en la buena dirección. En estos tiempos en donde la atención ha estado centrada en la jerarquía de la Iglesia, en sus pastores, en que muchas veces no hemos favorecido el crecimiento de los dones que existen en la Iglesia y en la sociedad, se nos ofrece la posibilidad renovadora del reino según su lógica, es decir de percibir dónde están esas pequeñas semillas entre la gente (cristianos o no) de acogida, de escucha, de respeto de unos otros, de servicio discreto y eficaz a los pobres, de aguante en la dificultad, de cuidado de la casa común, de amor paciente y perdonador, que harán de la Iglesia (pastores y fieles) y de la sociedad, ese árbol acogedor y generoso, donde todos se sientan cobijados.