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Domingo 01 de septiembre 2019

Lucas 14,1. 7-11

En medio de la agitada rutina contemporánea, en la que el éxito y la competencia suelen ser elementos que nos rodean de manera constante, la búsqueda de lugares de privilegio puede parecernos no tan ajena. Sin embargo, un Jesús observador y directo, con un mensaje siempre renovado y vigente, nos muestra a través de esta parábola la importancia de la humildad.

La humildad es el fundamento de la vida cristiana y esta no consiste en negar los propios talentos o dones, ni en negarse a la superación, ni en exponer defectos por sobre las virtudes. Por el contrario, la humildad es el conocimiento absoluto de sí mismo, a tal punto, que se hace posible rechazar todo tipo de maldad. En este sentido, la humildad no se da a partir de la comparación del hombre con sus pares, sino con Dios y desde esa óptica, el ser creado reconoce su pequeñez y fragilidad humana, en contraste con la grandeza del Señor.

 Existe en el hombre, casi de manera instintiva, la aspiración a las grandezas. Esto, como una inclinación irresistible dentro de la búsqueda de ideales o de superioridades. Para llegar a ello, se abren dos caminos: Por un lado, el del beneficio propio y egoísta, que excluye la consideración del prójimo desde su verdadero valor. Por otro lado, mostrando la verdadera luz, aparece la ruta auténtica: el camino de la humildad, aquél que siguió el mismo Jesús y que nos conduce a la santidad.

En esta parábola, Jesús aprovecha la situación festiva para dar una enseñanza concreta sobre la humildad, entendiéndola como el valor que nos dispone el camino hacia Dios y hacia los que nos rodean. Es por ello que nos invita a elegir el último puesto y a compartirlo con las personas que la sociedad margina. Esto puede resultarnos difícil, especialmente si se mantiene latente la tentación de compartir la mesa y honores con los grandes, a fin de obtener mayores logros personales y aumentar el propio ego. Sin embargo, si esta oportuna enseñanza se hiciera parte de nuestras prácticas, todo cambiaría, puesto que en tanto ponemos nuestros propios talentos a disposición, no en beneficio personal, sino como una entrega amorosa y desinteresada de lo mejor que podemos y tenemos para los demás, avanzaríamos en la siembra de bondad y amor que tanto necesitamos para convivir como hermanos y miembros de una comunidad igualitaria.

Otro aspecto importante en el que el nazareno enfatiza es la oposición a la “ley del intercambio interesado”. Jesús es claro al desafiarnos: “Cuando hagas una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a los parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos, a su vez, te inviten y tengas ya tu recompensa”. Rupturista y radical, quiebra la estructura social, centrada en el honor y la jerarquía. Nos propone nuevos comensales, otras prioridades e invierte las importancias. Esto lo demuestra desde el principio, escogiendo la pobreza para nacer y vivir. Desde esa sencillez, nos invita a reflexionar: ¿Quiénes son los marginados a los que nos resulta difícil invitar a la mesa de nuestra vida?

Jesús nos motiva a hacer vida la gratuidad, es decir, a amar sin esperar recompensa, tal y como Él lo hace con nosotros. Su enseñanza nos lleva a buscar a los ciegos, a los pobres, enfermos o simplemente, a los “distintos”, para invitarlos, incluirlos en su mesa y servirles con amor, sabiendo que no seremos retribuidos inmediatamente, sino el día en el que, habiendo mantenido la esperanza firme, alcancemos la resurrección que Él nos ha prometido: único y verdadero reconocimiento al que debemos aspirar desde el corazón, con cada una de nuestras acciones.