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Domingo 15 de septiembre

Por Rafael García ss.cc.

Muchas veces, en el contexto de nuestras comunidades, nos han dicho que la felicidad de cualquier persona está en el descubrimiento de Dios y en el hecho de saberse amada por él. Muchos de nosotros y nosotras, quizás, podamos decir que la mayor felicidad la hemos descubierto, de hecho, en el camino de la fe y del seguimiento de Jesús, desde que fuimos creciendo en la certeza de que existía un Dios que nos abrazaba y nos sostenía con incondicionalidad. Mirando hacia atrás, probablemente, es esa experiencia la que ha dado forma a nuestros momentos de mayor plenitud y felicidad, cuando más nos hemos sentido amados por este Dios-Amor. Por lo tanto, en pocas palabras, podríamos decir que la felicidad de los cristianos y cristianas está en la experiencia de ser amados por Dios.

Pero me surge una pregunta: ¿y qué es lo que hace más feliz a Dios? Porque él también sentirá felicidad, ¿verdad? De lo contrario, sería un Dios insensible e incapaz de experimentar amor, ¡todo lo contrario a lo que nos mostró Jesús! Por lo tanto, si Dios puede experimentar la felicidad, cabe volver a preguntarnos: ¿qué será lo que lo hace más feliz en el mundo? Pues bien, creo que en el evangelio de este día podemos encontrar una respuesta.

En las tres parábolas que Jesús relata, estamos frente a un hecho similar: alguien ha perdido algo. Y el hecho de esa pérdida genera algo en los protagonistas de las historias. En la primera, el pastor deja sus noventa y nueve ovejas y se lanza en la búsqueda de aquella única perdida. En la segunda, la mujer enciende una lámpara y da vuelta su casa en orden a encontrar la moneda que se le perdió. Pero en la tercera parábola, al parecer, el padre no tiene reacción alguna luego de que su hijo se va con su dinero, o al menos no nos la describen, ya que el relato se centra en las peripecias del hijo menor.

Sin embargo, si avanzamos un poco más, veremos que en los tres relatos los finales tienen algo parecido y, quizás, eso nos pueda ayudar a imaginar cuál fue la reacción del padre luego de que el hijo se marchara. Tanto en la historia de la oveja, como en la de la moneda y en la del hijo, el momento de mayor alegría y felicidad se produce cuando se encuentra aquello que se había perdido al inicio del relato. Y no solo eso, sino que es una felicidad que mueve a los protagonistas a compartirla con el resto, invitando a los amigos y vecinos a celebrar la buena noticia: el paso de la tristeza a la felicidad. Y es que no es una locura pensar que, tanto el pastor, como la mujer y el padre, conocieron la tristeza en el momento en que perdieron aquello más preciado. Es una tristeza consecuencia del amor. Pero, al mismo tiempo, esa tristeza fue lo que dio pie a la mayor de las alegrías en el momento en que apareció el bien perdido. Por lo tanto, si bien no se nos relata la reacción del padre en la tercera parábola, a partir de su reacción al ver llegar al hijo bien podríamos imaginar que él siempre estuvo ahí, esperando, cada día saliendo al patio de su casa para ver si su hijo tan amado aparecía caminando. Esperaba en el amor.

Demos un paso más. Si interpretamos el texto e identificamos a nuestros protagonistas con la figura de Dios, estaríamos diciendo, entonces, que Dios mismo es que experimenta la pena y la tristeza en el momento en que ha perdido aquello más preciado: su oveja, su moneda, su hijo. Pero, como bien sabemos, la historia no termina ahí, ya que Dios termina encontrando al objeto de su amor y es ese momento, de hecho, el que le produce su mayor felicidad.

Por lo tanto, frente a la pregunta que nos hacíamos al comienzo, podríamos decir que lo que hace más feliz a Dios en el mundo no es otra cosa que la experiencia de encontrar a aquellos que él más ama: tú, yo, nosotros y nosotras. Así como nuestra propia felicidad la hemos encontrado en el descubrimiento del amor de Dios, podemos creer que él mismo ha experimenta su mayor felicidad cada vez que nos mira y nos encuentra, una y otra vez.