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Domingo 22 de septiembre

Por Beltrán Villegas M. ss.cc.

Amós 8,4-7; 1 Tim 2,1-8; Lc 16, 1-13

Es innecesario subrayar que la parábola de hoy no es un «relato edificante» que nos proponga un ejemplo (como es el caso, en cambio, en la parábola de «El buen samaritano»). Hoy estamos ante una parábola deliberadamente provocativa y desconcertante, basada en un caso de «corrupción» (bastante ingenuo comparado con las sofisticadas formas de corrupción que la economía moderna hace posibles); caso que, paradójicamente, es aplaudido por el propio patrón estafado. Aplaudido, no por el perjuicio que él sufrió, sino por la habilidad que su empleado desplegó. Y esta habilidad es la que Jesús echa de menos en los creyentes. Pero vamos por partes.

La parábola se basa, por cierto, en que se dan momentos críticos que exigen acción rápida e inteligente. Pero se basa sobre todo en que la inteligencia de la decisión depende del interés personal: nos hacemos inteligentes cuando está en juego algo que nos importa vitalmente, como lo expresa el conocido refrán: «Más discurre un hambriento que cien letrados». Cuando queremos de veras un fin, encontramos con facilidad los medios, máxime cuando el tiempo urge.

Es este hecho el que lleva a Jesús a establecer un contraste interpelante entre los «hijos de este mundo» y los «hijos de la luz». Los primeros son aquellos para los cuales la vida no tiene más objeto y horizontes que este mundo terreno y temporal; los segundos, en cambio, son aquellos que tienen ojos para ver lo que son delante de Dios, de la vida, del hombre y del mundo, y reconocen que, más allá de lo visible, hay un mundo trascendente: el del Reino de Dios. Pues bien, dice Jesús, los «hijos de este mundo» aprovechan con resolución y audacia, incluso sin escrúpulos de orden ético, lo que les puede proporcionar ventajas para sus intereses vitales (de poder, de riqueza, de prestigio); en cambio, a los «hijos de la luz» se los ve irresolutos, flojos, «dejados», para movilizar en función del Reino de Dios todos los recursos de que disponen.

En resumidas cuentas, Jesús nos obliga a preguntarnos, a partir de nuestra falta de habilidad y de audacia en promover el reinado de Dios, si realmente la meta del reino es el móvil vital de nuestra existencia, el interés supremo que nos anima. Nuestra falta de creatividad en las cosas de Dios ¿no será un signo de la no-radicalidad en nuestra aceptación del reinado de Dios?

El evangelio -en esto reforzado por el texto de Amós (1ª Lectura)- da un paso más, y nos señala que una de las dimensiones que debería tener la inteligencia o sagacidad de los «hijos de la luz», es la de reconocer que el dinero, si bien puede convertirse en un ídolo que nos esclaviza a su servicio, puede -y debe- ser también puesto al servicio de la causa del reino cuando descubrimos que está llamado a mejorar la calidad humana de la vida de todos los hombres. ¡Qué diferente se ve un billete de 10.000 pesos cuando uno lo mira como el precio de un gusto superfluo y cuando una mujer pobre lo mira como el precio de un remedio indispensable para la salud de su hijo!

La inteligencia en el caso de la riqueza está en hacer que ella contribuya al bien común como única justificación de que se nos encuentre confiada a nosotros: ella nunca es del todo nuestra, ya que pesa sobre ella lo que el Papa Juan Pablo II llamó una «hipoteca social». La propiedad no es solo objeto de un «derecho», sino también la raíz de un «deber» correlativo. Esta inteligencia creativa en el uso de la riqueza no solo corresponde a las exigencias del reino de Dios, sino que contribuye, al volverse solidaridad, a «hacer patria», creando entre los habitantes de un país lazos más fuertes y más hondos que los que se crean en el mercado. Alguien ha dicho con razón: «Economía de mercado, sí; sociedad de mercado, no».