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Domingo 6 de octubre

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Hab 1,2-3; 2,2-4; 2 Tim 1,6-8.13-14; Lc 17,5-10

El evangelio de hoy nos obliga a reflexionar en primer lugar -antes que sobre lo que Jesús nos dice- sobre el estilo o la modalidad en que él nos habla. Se trata de una manera paradójica de enseñar: manera deliberadamente desconcertante, con palabras que golpean la imaginación, se graban en la memoria, y provocan un proceso de reflexión que permite descubrir personalmente lo que él quiere que comprendamos. Jesús es un maestro que, por así decirlo, no «dicta contenidos», sino que estimula a pensar para que sus oyentes lleguen a la conclusión que a él le importa. Jesús no nos propone fórmulas que hubiera que tomar al pie de la letra, sino que nos obliga a ir, más allá de la materialidad de sus palabras, hasta el «espíritu» que las anima, hasta su «intención» profunda.

El tema de fondo abordado por Jesús en el Evangelio de hoy es el de la fe. En labios de Jesús la «fe» no es la adhesión intelectual a un conjunto de verdades, sino la actitud vital y global con que se acoge a Dios que, a través de la actuación del propio Jesús, se hace presente en la realidad del hombre con la plenitud de su fuerza salvadora. En esta «fe» se juega el sentido total de la existencia humana ya que ese Dios que quiere entrar en nuestra vida no es un ser más entre otros seres, sino que es el Absoluto, el que no puede tener en la vida del ser humano un lugar que no sea el de eje y centro de gravedad de la existencia personal de cada cual. Es la relación con Dios la que define en última instancia el sentido y el valor de nuestra vida: y esa relación – la fe – exige una total incondicionalidad, sin que pretendamos nosotros determinar lo que él puede o no puede, lo que él debe o no debe hacer. Si yo no le pido a Dios que traslade un árbol o una montaña porque creo que él no lo puede hacer, es que me falta la fe. Pero si yo le pido que lo haga para satisfacer un capricho o una curiosidad mía, es que me falta tomar conciencia de lo que es ese Dios en quien digo creer.

Si esto es así, es lógico que nos preguntemos si tenemos o no tenemos esa «fe» de que Jesús nos habla. Y el texto evangélico de hoy nos lleva a la conclusión paradójica de que la única fe que es posible se da en la conciencia dolorosa de que no tenemos la «fe» que Dios se merece y a la que Jesús nos exhorta. «Creo. Socorre mi incredulidad»(Mc 9,24).

En la segunda parte del Evangelio de hoy, Jesús nos señala un criterio que nos permite juzgar si nuestra actitud ante Dios respeta el carácter «absoluto» -incondicionable- de su ser y de su actuar para con nosotros. Solo se da este respeto, dice Jesús, cuando frente a Dios nos sentimos como «pobres servidores» sin ninguna pretensión de esgrimir «derechos» en su presencia. Esta dimensión de la «fe» -expuesta por Jesús con un ejemplo deliberadamente duro y chocante- es la única que nos permite acoger con gozo y gratitud el hecho increíble de que Dios, en Cristo, haya querido ponerse a nuestro servicio. (Ver Lc 22,27; Jn 13,4-15; Lc 22, 27).

Cuando se descubre y se acoge esta trastornadora «buena noticia», la vida que en ella se inspira aparece caracterizada, «no por un espíritu de timidez, sino por un espíritu de energía, de amor y de buen juicio»: espíritu que nos hace capaces de «aceptar, con la fuerza que Dios nos da, nuestra parte en los sufrimientos que vienen por causa del evangelio» (2ª Lectura) Esa fe se vuelve una confianza absoluta en la fuerza del amor que Dios nos tiene. De tal modo que nada nos parece un obstáculo invencible para llevar adelante la tarea cristiana: esa tarea que se descubre cuando se descubre al Dios de amor y se cuenta con su poder ilimitado.

En resumen, Jesús nos invita, simultáneamente, a confiar sin límites en Dios, creyendo que nada puede ser un obstáculo insalvable para el amor de Padre que él nos tiene, y a tener conciencia de que nada de lo que hacemos nos saca de nuestra condición de «pobres servidores», renunciando a presentarnos alguna vez ante él como acreedores ante un deudor.