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Domingo de Ramos

Mt 21,1-11; Is 50,4-7; Sal 21; Flp 2,6-11; Pasión según San Mateo

Si estás leyendo este texto, seguramente lo haces frente a un computador o más probablemente en tu celular, así como muchas de las informaciones, videos, imágenes, noticias, mensajes y saludos que recibimos a través de los medios electrónicos de comunicación. No por nada se habla hoy de la era digital. Lo cual se ha incrementado en estos días en que la epidemia mundial del Covid-19 nos ha llevado a miles de millones de personas a estar encerrados en nuestras casas.

Es en este escenario mundial en el que viviremos la Semana Santa de este año 2020. Algo completamente inesperado, que nos produce extrañeza e incertidumbre. Es verdad que podemos vivir este momento con mucha sabiduría y que puede convertirse en una oportunidad transformadora, pero ello no es algo obvio ni automático. Depende en gran medida de nosotros, del modo como esta tragedia dé pie a una experiencia, es decir, a una vivencia reflexionada para el bien de cada uno y de todos.

Vuelvo a ti. Estás sentado o quizás de pie, leyendo una homilía que esperas te ayude a reflexionar los textos de la fiesta del Domingo de Ramos de este año, para poder iniciar de algún modo el camino – aunque sea desde el hogar – de esta Semana Santa tan distinta para todos. Y es justamente en el caso de la fiesta de Ramos en que la reclusión resulta tan contrastante. Porque el domingo de ramos es seguramente la celebración litúrgica con mayor participación en el año de la iglesia. Es una fiesta vistosa, donde se unen el agua y los ramos. Donde las personas van a buscar algo que pueden llevar a su hogar y expresar así el anhelo de que el Señor de la vida y de la salud entre y se quede. Es la expresión del anhelo y de la realidad de la cercanía de Dios y de su bendición que necesitamos y nos hace tan bien.

Es una fiesta además llena de colorido, porque los ornamentos son rojos, los de la pasión y se huelen los ramos de olivo y sobre todo el romero. Además la liturgia se comienza normalmente en la calle, en las plazas o en las entradas de los templos para luego desplazarse batiendo palmas. Es una de las fiestas más expresivas del rito católico, en general tan sobrio en movimientos del cuerpo. Por ello, la era digital y la lectura a distancia, que nos ayuda, no alcanzan a cubrir lo que significa el encuentro vital y encarnado que todos necesitamos para que la vida sea realmente plena y celebrada. Pero así y todo aquí estamos queriendo aportarte un soplo de aliento que te ayude y nos ayude en este contexto a celebrar aquello en lo que creemos y al Señor que se entregó por nosotros, a quien amamos.

En esta fiesta recordamos dos cosas fundamentales: el ingreso de Jesús a Jerusalén y su pasión (es también llamado Domingo de Pasión, porque es el único domingo del año en que se lee la pasión y muerte de Jesús). Él es recibido como el rey-mesías, sentado en la cría de un animal de carga. Y la gente canta “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!”. Es reconocido como el Salvador. Porque las personas de ese pueblo saben que necesitan ser salvadas y tienen su esperanza puesta en aquél que venga de la mano de Dios.

El 27 de marzo de este año cuando el Papa Francisco dio la bendición con el Santísimo desde una plaza San Pedro completamente vacía, en un día en que murieron 969 italianos, dijo: “Nadie se salva solo”. En medio de esta epidemia mundial vuelve a aparecer nuestra fragilidad, así como la necesidad de creer en algo y de ser sostenidos unos por otro. En ese sentido vuelve a hacerse patente que necesitamos ser salvados y que para ello no nos bastamos a nosotros mismos. Necesitamos de Dios y de los otros. Necesitamos unos de otros. Nos necesitamos.

Yo no sé cuánto va a durar lo que estamos viviendo, ni cuántas vidas se va a llevar. Tampoco sé cómo se originó, aunque pareciera que sí está a la base la codicia y el afán de poder, es decir, nuestro pecado. Y espero que se pueda encontrar una vacuna, lo antes posible. Pero lo que más deseo, es que la crisis que estamos vivenciando como humanidad, que nos ha obligado a detenernos y a darnos cuenta mejor de quiénes somos y qué necesitamos. Nos lleve a un estadio de menos individualismo y de mayor conciencia del otro, de muchísima mayor empatía y desde ahí a la búsqueda de estructuras que permitan una vida más digna y humana para todos, en todas partes. La conciencia de que somos una aldea global es hoy una realidad patente, de lo cual debemos hacernos cargo.

Por último, volviendo al misterio que se actualiza en esta fiesta litúrgica. Que les invito a profundizar en todos estos días de la Semana Santa. Hay dos cosas que me gustaría dejar latiendo para que echen raíces en nosotros: la certeza de la fuerza redentora del amor y la necesidad de entrar en el dinamismo pascual de muerte y vida nueva.

Ahondar en la conciencia de que nos salva el amor y el que verdaderamente salva es el amor de Dios, que nos entrega Jesús, hasta el derramamiento de su sangre en la Cruz. Es ese amor donado simple y enteramente, como el de las madres y como el de los que hoy salvan vidas a riesgo de la suya propia.

A la vez, considerar el valor que tiene el dinamismo pascual, de muerte y vida nueva. En lo personal y también en lo que respecta a nuestro mundo. La pascua es eso, un paso, de la muerte a la vida. Toda la fe cristiana está montada sobre ese dinamismo, de unión con Jesús en su muerte para nacer con él a una vida plena. Eso es lo que expresamos en el bautismo y en cada eucaristía. Ese es el camino de verdadero crecimiento humano que pasa por innumerables crisis y que en ese ejercicio de desprendimiento y de apertura al don de Dios puede ir desplegando todo su ser, todos sus dones. Para abrirnos de verdad a ello necesitamos pedir mucho el don de la fe, porque tantas veces, como lo experimentamos hoy, la noche y la tormenta se ciernes y lo que prima es el temor. Debemos pedir aquella fe que nos hace sentirnos muy acompañados y nos regala la esperanza de que algo nuevo dé a la luz.