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Domingo 13 de agosto

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Solos con el solo

1R 19,9ª.11-13ª; Rom 9,1-5; Mt,14,22-23

La liturgia, al proponernos como primera lectura la de Elías y su encuentro solitario con Dios en el monte Horeb (=el Sinaí), nos invita, a mi juicio, a detenernos, en el evangelio, no tanto sobre la tempestad calmada y la marcha vacilante de Pedro sobre el agua, cuanto sobre la oración solitaria de Jesús en lo alto de un cerro.

Elías en un momento crítico de su ministerio profético (“los israelitas han abandonado tu alianza, han destruido tus altares y asesinado a tus profetas; solo quedo yo, y me buscan para matarme”) vuelve al lugar original de la religión israelita, al monte donde Moisés había actuado como mediador de la Alianza de Dios con las tribus que habían escapado de Egipto. Como que el profeta hubiera sentido la necesidad de contemplar su misión interpeladora en la fuente originaria de la experiencia espiritual fundante de la religión de Israel y del profetismo. Y es muy significativo que lo que se le dio a conocer es que Dios se parece más al “susurro callado de una brisa suave” que a la fuerza desencadenada e incontenible de un huracán, de un terremoto o de un incendio: revelación de actualidad permanente, dada la tendencia instintiva que todos tenemos a concebir a Dios en término de “grandeza carnal” (para usar la terminología pascaliana), a pesar de que en la Encarnación Dios quiso manifestarse justamente en la debilidad, y no en el poder, en una palabra propositiva y no impositiva, en la indefensión, y no en la violencia.

El evangelio -y no solo en el trozo leído hoy día- subraya como uno de los rasgos característicos de Jesús, el que él se apartara, no solo de la muchedumbre sino también de sus discípulos, para pasar noches enteras solo frente a Dios, su Padre. Esas largas horas eran, sin duda, horas de aceptación y compenetración gozosa con los designios de Dios y con el papel que a Jesús le correspondía dentro de ellos, como se echa de ver a través de las palabras que nos han transmitidos los evangelios: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños. ¡Sí, Padre, porque así lo tuviste a bien! Nadie conoce a fondo al Hijo si no el Padre, y nadie conoce a fondo al Padre si no el Hijo y aquellos a quienes el Hijo se lo revele”. Esta toma de conciencia de su situación personal frente a Dios y a sus designios, le era necesaria a Jesús, dado que de muchas partes le venían “tentaciones” que trataban de hacerlo entrar por otros caminos y otros estilos (cf. Mt 4,3-9; 16, 22-23; 26, 37-39; 27, 39-43).

Si estos períodos de toma de conciencia profunda destinados a mantener el rumbo auténtico de la existencia en relación con Dios le eran necesarios a Jesús, ¿cuánto más no nos serán necesarios a nosotros, zarandeados por tantas solicitaciones dispersivas, por tantos “modelos” de vida, por tantos “slogans” que circulan y tienen vigencia en torno a nosotros!

No se puede ser cristiano de veras sin haber tenido la experiencia de una intervención protagonizada por Dios de modo personal, personalizadora y por lo mismo, singularizadora, posesiva y a la vez comprometedora en la medida en que se percibe la exigencia de compartir el compromiso de Dios mismo con los hombres y con el mundo. Pero esta experiencia que funda un cristianismo personal y dinámico se nos puede diluir en el tráfago de lo efímero y de lo superficial. De ahí que sea necesario darnos tiempos en que tomemos conciencia de Dios como Dios y también de la verdad de nuestra existencia. No me gusta llamarlos tiempos de oración, porque esta denominación podría inducirnos a que nuestras “oraciones” los anularan. Prefiero llamarlos tiempos de desnudamiento, de despojo de todas las apariencias y convencionalismos, de búsqueda austera y sincera de situarnos en la luz cruda y dolorosa, de abrirnos a la realidad tremenda y fascinante de Dios que exige que la totalidad de nuestros dinamismos vitales se unifiquen y se concentren en él. Estos momentos son profundamente liberadores y transformantes, porque nos hacen conscientes de que nuestra vida es en última instancia un don gratuito que adquiere el carácter de misión.

¡Qué distinta sería la vida de las comunidades y movimientos cristianos, si fueran más numerosos los fieles que tuvieran el coraje de exponerse al encuentro de Dios, solos frente al solo!