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Domingo 3 de enero. Epifanía del Señor

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Is 60,1-6; Ef 3,2-6; Mt 2,1-12

El ciclo litúrgico constituido por los tiempos de Adviento y Navidad se caracteriza por la fuerza con que se destaca la estructura más entrañable de la «historia de salvación» en que nos inserta nuestra fe. Me refiero a la estructura «promesa – cumplimiento». Lo propio del cristianismo es reconocer, en primer lugar, en el Antiguo Testamento una gran Promesa de salvación (y no una ley, como lo ven los judíos), y luego, reconocer en los hechos que narra el Nuevo Testamento (la actuación de Jesús y el surgir de la Iglesia) un cumplimiento de esa Promesa: pero un cumplimiento que no elimina la esperanza de la plena salvación, sino que le da nueva fuerza y nueva certeza.

Durante los largos siglos del A.T. el contenido de la promesa se fue afinando y acrisolando. Se fue haciendo cada vez más claro que lo que se prometía no eran «cosas» sino la comunión con Dios mismo accesible en intimidad familiar. Y también se fue haciendo claro que esta indecible plenitud, que elimina toda limitación humana, estaba destinada no sólo al pueblo de Israel sino a todos los pueblos de la tierra con su diversidad de razas y culturas.

La fiesta de hoy celebra precisamente la Encarnación como cumplimiento de la Promesa, subrayando que ya desde los albores de la infancia de Jesús era la automanifestación de Dios a los pueblos paganos, los cuales la reconocen y la adoran en el Niño que ha nacido en Belén. El profeta del Antiguo Testamento cuya voz escuchamos en la 1ª Lectura, había imaginado que la luz gloriosa de Dios llegaría a los demás pueblos a la manera de un reflejo de la Gloria que brillaría sobre Israel, y que ello redundaría en honor para el pueblo elegido. Pero el Nuevo Testamento subraya que el vehículo para la manifestación salvadora ya no es un pueblo, sino una persona: Jesús, el que ha nacido desvalido en Belén, y al que adoran no sólo los pastores judíos sino también los «magos» venidos de Oriente.

Va a ser siempre en Jesús donde encontraremos al Dios que se nos quiere entregar en íntima comunión. Por eso la esperanza cristiana tiende a la venida del mismo Jesús que ya vino, a la Parusía del Resucitado, en cuyo rostro brilla ya la Gloria de Dios sin velos de ninguna especie.

Y esa esperanza nuestra será real y dinámica en la medida en que nuestra fe en Jesús se despliegue como una certeza de que en él tenemos acceso a Dios, de que en él Dios se nos entrega como «Padre nuestro», de que en él Dios nos invita a vivir como hijos suyos.

Tenemos que tener conciencia de que ser cristianos – como lo intuyó Pascal – es decirle a Jesús: «Tu Dios será mi Dios». Esto nos impone la tarea de purificar nuestra imagen de Dios y de quedarnos sólo con los rasgos – y con todos ellos – que emergen de la actitud de Jesús frente a ese Dios, para nosotros invisible, al cual él llamaba su «Abbá» («papá»), y a cuya voluntad él se apegaba sin condiciones.

Si la esperanza cristiana se basa en la convicción experimentada de que en la historia de Jesús y de la comunidad cristiana ya tenemos cierto acceso a la comunión con Dios que es fuente de vida eterna, esa esperanza tiene que llevarnos también a darle toda la realidad anticipada que podamos al tipo de existencia humana – individual y social – que surgirá de la plena comunión con Dios: existencia libre, gozosa, abierta, transparente; una existencia donde la voluntad de comunión se sobreponga al énfasis egoísta sobre lo propio; una existencia donde todo lo que tengamos se convierta en regalo, como el oro, el incienso y la mirra de los magos: regalo para ese Jesús que sigue presente en todos los desvalidos.